El regalo de cumpleaños (III)

Sin mediar más palabras recorrieron el pasillo, compartido por otras dos habitaciones aparte del improvisado dormitorio de Mei. Tras bajar la escalera se encaminaron hacia la cocina, dejando a un lado la pequeña sala donde habían cenado la noche anterior. Los niños, que estaban allí jugando, se percataron de su paso y mostraron intención de acercarse, pero un gesto de la anciana los disuadió de ello y siguieron entreteniéndose tranquilamente en la estancia.
Al final pasaron por la cocina y entraron en un cuartucho anexo que podría hacer las veces de almacén o alacena pero que, dada la pobreza obvia de los habitantes de la casa, parecía estar destinado a otros fines. En él había una pequeña mesa, donde estaba el saco que la anciana portase cuando se encontraron a las afueras de la ciudad. A un lado de la camilla había una mecedora, en la que se acomodó la anciana tras encender un pequeño candil asido a la pared; al otro una silla, donde invitó a Mei a que se sentara.
—Bueno, ya has conocido a mis niños —dijo—. Son algo traviesos, pero en el fondo bastante buenos.
—Sí, supongo que como todos los chiquillos —contestó Mei, insegura. Desde su infancia apenas había tratado con nadie más de lo necesario para procurarse comida o alojamiento, y mucho menos con niños.
En ese momento se escucharon unos pasos provenientes de la cocina y un muchacho entró en la habitación; dejando un puñado de monedas sobre la mesa se dirigió a la anciana con cierto tono apesadumbrado, sin percatarse siquiera de la presencia de Mei.
—Lo siento Abuela, pero no he podido conseguir más; no había mucha gente hoy por el mercado y parecía que la guardia estaba más atenta que de costumbre.
—No te preocupes hijo. Con esto es más que suficiente para un par de días, a pesar de que tenemos una nueva invitada que espero que se quede —contestó la anciana haciendo un gesto hacia donde estaba sentada Mei.
Era un zagal joven y delgado, de poco más de quince años. Sus ropas estaban algo descuidadas y llenas de remiendos. Su tez tostada por el sol dejaba claro que pasaba mucho tiempo en la calle, posiblemente buscando algún transeúnte al que robar o huyendo de algún otro que lo hubiese pillado con las manos en la masa, a juzgar por lo que acababa de decir.
—Eh... lo siento señora, no la había visto, buenas tardes —dijo cuando al girarse vio a Mei, alzando la mano hasta la nuca con un gesto despreocupado y esbozando una pícara sonrisa.
Mei, al haberse visto referida a sí misma como "señora", frunció el ceño en desacuerdo, lo que hizo que el muchacho se percatara del error cometido.
—¡Tan mayor ya y aún tan descuidado! —exclamó la anciana sonriendo—. Discúlpate y ve a vigilar a los niños, que están solos en el comedor.
—Esto... lo siento... —balbuceó mientras sus mejillas se tornaban en un color sonrojado. Hizo una especie de gesto de despedida y salió corriendo de la habitación.

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