El regalo de cumpleaños (II)

La puerta comenzó a abrirse y, como era de esperar, varios pares de ojos curiosos se asomaron a la habitación. No sorprendió a Mei que, tras unos segundos de espera y algunas risas mal disimuladas al otro lado de la entrada, tenía bastante claro quiénes serían los fisgones. Lo que sí lo hizo fue ver algunos ojos rasgados, ojos de konomi, entre los demás. Al fin la puerta se abrió por completo y media docena de niños y niñas de distintas edades entraron en la habitación, quedándose frente a la cama mirando intrigados.
—¡Mocosos! —exclamó la anciana, que había llegado por detrás sin que se diesen cuenta—, ¿cuántas veces os he dicho que es de mala educación molestar a los huéspedes, sobre todo cuando duermen?
A pesar de que el tono era de reproche, Mei veía en su cara que no estaba enfadada realmente, pero los pequeños no parecían haber apreciado lo mismo y habían agachado todos la cabeza como signo de arrepentimiento.
—Lo siento abuela —dijo apenado uno de ellos.
Para restar un poco de peso al asunto decidió intervenir, apartando la manta a un lado.
—Bueno, no importa, ya estaba despierta. No pasa nada.
Los niños la miraron sorprendidos. La preocupación se borró de sus caras en un instante, dando paso de nuevo a la curiosidad. Mei también los observó detenidamente: en total eran dos chicas y cuatro chicos, dos de ellos con claros rasgos konomi. Durante unos segundos nadie dijo nada, hasta que volvió a intervenir la anciana, dirigiéndose a de nuevo a los menores.
—Y ahora, ¿qué os he enseñado a decir?
—¡Buenos días tita Mei! —exclamaron todos al unísono.
—Muy bien, y ahora bajad que los adultos tenemos que hablar.
Tras hacerse de rogar un poco por fin los pequeños abandonaron la habitación para encaminarse a las escaleras. Por su parte Mei se había destapado por completo y estaba sentada; le recordaban a ella misma cuando era una niña feliz y curiosa como aquellos despreocupados críos. Le había alegrado bastante la inesperada visita, pero sobre todo la presencia de dos konomi, y más aún si sonreían felices.
Cuando dejó de escucharse el eco de las pisadas procedente de la escalera la anciana, que miraba a través del marco de la puerta, se volvió hacia Mei.
—Disculpa la intromisión, pero desde que, al levantarse hace unas horas, vieron tu capa en la entrada, no han parado de acosarme a preguntas; a veces son demasiado curiosos.
—No importa —contestó Mei esbozando una sonrisa—, yo también fui una niña curiosa y traviesa, no se les puede culpar por ello.
—Eso es cierto, ya tendrán tiempo de crecer.
Después de unos segundos de pausa Mei se levantó de la cama y alisó sus arrugadas ropas.
—Bueno, será mejor que me vaya antes de que sea más tarde, ya he molestado bastante —dijo—. Sólo tengo mi gratitud para pagarte el haberme dejado dormir aquí esta noche, pero si puedo hacer algo por compensártelo...
—Nadie ha dicho que debas marcharte —la interrumpió la anciana—, de hecho tengo algo que proponerte; sígueme —y saliendo de la habitación se encaminó hacia las escaleras.

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