Parecía que la joven iba a volver a romper en una marea de llanto pero, contra todo pronóstico, aguantó el impulso y mantuvo la compostura.
—Mi padre es lo único que tengo; no sé quién eres ni qué puedes hacer, pero eres la única esperanza que me queda para seguir teniéndolo a mi lado. Por favor, ayúdalo —a pesar del esfuerzo por contenerse las lágrimas estaban a punto de volver a aflorar.
Tokei fijó sus ojos en ella, asintió levemente con la cabeza mientras reflexionaba, y contestó:
—Necesito mis cosas.
Tras un gesto de su acompañante la joven salió presurosa de la tienda, dejándolos solos.
—Izzan es uno de mis mejores hombres, y un buen amigo. Dime la verdad, ¿qué le ocurre?
—Lo que he dicho es cierto, el demonio lo infectó al morderle. Y si no conseguimos curarlo pronto tendremos que matarlo.
La expresión del grandullón pasó de una repentina sorpresa a una fría dureza.
—Ni se te ocurra pensar que voy a permitir...
—No tendrás más remedio —lo interrumpió Tokei con sequedad—. Si no lo haces nos mataría a todos. Lo único que podemos hacer es intentar curarlo antes de que ocurra.
—¿Quién eres? —dijo por fin después de que sus miradas se enfrentaran durante unos interminables segundos—. O, mejor dicho, ¿qué eres? Vi en lo que te convertiste, vi cómo también te mordía y resultabas herido de gravedad; y ahora estás aquí sanado por completo. No creas que he olvidado lo que ocurrió.
Justo en ese momento entró la joven con un petate y la espada de Tokei colgando pesadamente de un brazo; en seguida se percató de que había tensión en el ambiente.
—Esto es todo.
—Bien —respondió Tokei cogiendo lo que traía—. Ahora déjanos, y procura que nadie nos moleste bajo ninguna circunstancia.
La muchacha asintió con pesadumbre y salió de la tienda.
Se acercó a una pequeña mesita y vació en ella casi todo el contenido del petate: Una bolsita con algunas monedas, un poco de comida reseca, una daga que usaba como cuchillo y una vieja caja lacrada decorada con una fina banda dorada en sus bordes. Metió la mano en el petate y sacó lo que buscaba, un par de correas; estaban algo desgastadas por el uso, pero servirían. Se volvió y se las arrojó al grandullón.
—Procura que no pueda moverse —le lanzó también un pequeño bastón que había encontrado a un lado de la cama mientras la rodeaba—; y ponle esto en la boca para que no se trague su propia lengua.
Como no veía que su compañero diese muestras de querer seguir sus instrucciones se paró y lo miró fijamente.
—No tengo tiempo de explicarte cosas que no vas a querer creer, así que no te queda más remedio que confiar en mí. O lo haces o morirá, lo sabes muy bien.
Apretando los puños mientras gruñía por fin el grandullón se acercó a la cama; no tenía otra opción que creer en aquel desconocido si quería salvar a Izzan.
—Está bien, ¿qué quieres que haga?
No hay comentarios :
Publicar un comentario