La Compañía del Dragón (II)

Las últimas palabras del guerrero antes de salir de la tienda habían pasado de la afabilidad a un tono serio, incluso imperioso. Sin hacer caso a la sensación de mareo que lo había asaltado desde el momento de levantarse, sin duda a causa del tiempo que llevaba inmóvil en posición horizontal, Tokei siguió sus pasos. Al salir pudo ver que el lugar donde había estado durmiendo era parte de un campamento improvisado, formado por al menos una veintena de toldos distribuidos desigualmente alrededor de una fogata.
Por lo que podía ver estaban en un claro de un espeso bosque; aunque una fresca brisa lo había recibido nada más salir fuera. Recordó entonces que la única ropa que llevaba eran sus viejos pantalones y unas toscas sandalias con las que alguien había reemplazado sus botas.
—Será mejor que te abrigues si no quieres coger frío —dijo el grandullón a su lado—. Luego nos encargaremos de darte una vestimenta decente y procurarte un buen aseo. Entonces quizás tengas a bien aclararme qué ocurrió la otra noche y cómo esas heridas han desaparecido en pocas horas; pero antes tenemos que tratar un asunto mucho más preocupante —mientras hablaba había cogido una capa de dentro de la tienda, que ahora le acercaba—. Ponte esto y sígueme.
Cruzaron buena parte del campamento con zancadas rápidas, ignorando a los pocos que encontraron a su paso. Caminaron por el exterior y la mayoría de la gente que podía verse estaba cerca de la hoguera. Tokei seguía a duras penas el ritmo que imponía el grandullón mientras observaba alrededor para ver un poco mejor dónde se encontraba. Algunos, sobre todo los que se cruzaron en su marcha, estaban ataviados con petos y armas; en apariencia vigilando los exteriores del acampamiento.
Ya junto al fuego, que podía ver a intervalos por los huecos que quedaban entre las tiendas, había mujeres y hombres vestidos con ropa más común ocupados en distintos quehaceres; pero raro era el que no portaba una u otra arma. Por fin se detuvieron frente a una de las lonas, algo más apartada del resto y custodiada por un par de guardias. Estos se separaron de la puerta haciendo una inclinación de cabeza a modo de saludo; a lo que su guía respondió posando las manos en sus hombros mientras entraba.
Lo siguió hacia el interior y nada más entrar comprendió el porqué de tanta prisa: en una camilla estaba el hombre al que había herido la criatura durante el enfrentamiento. Tenía mal aspecto, estaba pálido y sudoroso; a pesar de ello temblaba casi con espasmos mientras balbuceaba torpemente palabras ininteligibles. No le cabía mucha duda de por qué. Junto a la cama donde estaba tendido había una joven que en cuanto los vio entrar se levantó rompiendo a llorar.
Tras conseguir tranquilizarla el grandullón se volvió hacia él con expresión afectada. No llegó a decir nada, Tokei se le adelantó.
—Está infectado, si no hacemos algo pronto morirá.

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