El Ojo de La Serpiente (II)

Habían llegado a la ciudad tres años antes. Un grupo más de forajidos que arribaba a la capital con la intención de intentar prosperar en la mayor urbe del imperio. Una de tantas bandas que, tras haber probado suerte en poblaciones más pequeñas, se creía en su derecho de ir a Ranavva a reclamar parte del pastel. Como capital y núcleo más próspero de todo el territorio muchos bandidos y ladronzuelos acudían a ella con el mismo pensamiento, en un emplazamiento tan grande hay mucho más que robar y más lugares donde esconderse. Pero también mucha más vigilancia, muchos más soldados guardando por la seguridad de los ciudadanos y mucha más competencia; feroz y despiadada competencia.
Todo aquel canalla que se preciase de serlo sabía que para la gente de su profesión acudir a Ranavva no era buscar un mejor futuro o unas mayores oportunidades para sus hurtos y trapicheos. Todo lo contrario. Ranavva para la mayoría de ellos suponía dar con sus huesos en alguna mazmorra en el mejor de los casos, o en el fondo del río en el peor de ellos. Pocos conseguían mantenerse en la capital y, de estos, pocos eran los que lograban burlar a la guardia durante mucho tiempo. Todo aquel canalla que se preciase de serlo sabía que sólo los novatos estúpidos y henchidos de orgullo por haber tenido suerte en alguna que otra fechoría se presentaban en la ciudad con la pretensión de triunfar.
Así había sido hasta tres años atrás, cuando otra de esas bandas advenedizas había llegado. Apenas media docena de hombres, un poco de carnaza para tener entretenidos a los guardias un tiempo, ni siquiera el suficiente como para encontrar un escondrijo desde donde organizar sus crímenes. Lo habitual.
Pero en esa ocasión fue diferente. Aparecieron, se hicieron ver por los barrios bajos, se anunciaron para que todos los de la misma calaña supiesen que estaban ahí y desaparecieron; todo en la misma noche. Llegaron con una promesa, o una amenaza: sangre o gloria; o los demás se unían a ellos para controlar la ciudad o morirían. Aquella noche en los tugurios más oscuros de la urbe se escucharon risas y poco más. Días después las cosas empezaron a cambiar y muchos comenzaron a tomar en serio esas palabras.
Al principio aparecía algún muerto cada par de días, luego empezaron a morir por parejas y, poco después, bandas enteras eran encontradas flotando en el río o perecían sospechosamente en un extraño incendio durante la noche. El mensaje se extendió rápido como la pólvora y contundente como un mazazo: sangre o gloria.
Tres años atrás media docena de hombres había llegado a la ciudad con un único objetivo: aunar a todo ser desalmado y tomar el control. Cuántos eran ahora, dónde se escondían o cuál era su alcance era algo desconocido para la mayoría. Lo que sí sabía todo aquel que pretendiera llevar a cabo algún negocio turbio es que antes de ello tenía que pedir permiso y consentimiento a un solo hombre: Kran. Lo que sí sabía cada persona que vivía en los barrios bajos, y pronto en toda la población, es que tenía que temer un único símbolo: El Ojo de La Serpiente.

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