El Ojo de La Serpiente (V)

En una de las salas de la mina abandonada, ubicada en una de las secciones de túneles más amplia, se encontraban reunidos buena parte de sus seguidores. Los había hecho llamar por una sencilla razón: había quienes osaban intentar interponerse en sus planes, y tenían que ser eliminados.
Los mercenarios llevaban ya un tiempo en la ciudad, no era algo nuevo. Hasta el momento los había dejado estar, se habían limitado a ocupar una plazuela y no eran demasiado incordio; sin embargo estaban empezando a moverse, y eso requería una actuación rápida por su parte.
En un principio su estrategia se había basado simplemente en esperar la pronta llegada de refuerzos desde La Costa Azul y, luego, aplastarlos jugando con la ventaja de que sus fuerzas los superarían de largo en número. Pero el cambio de actitud de los mercenarios le había resultado molesto. Si empezaban a husmear e, incluso, llegaban a capturar alguno de sus hombres, la seguridad de su escondite podría peligrar. Y eso no era algo que estuviera dispuesto a permitir ahora que estaba tan cerca de su objetivo. Había que eliminarlos antes de que pudiesen resultar una molestia mayor. Al fin y al cabo, aun sin los refuerzos, el número de sus tropas era mayor y contaba con la ventaja de conocer mejor el terreno.
Cuando entró en la habitación excavada en la roca el constante murmullo entre sus seguidores cesó de pronto. Su presencia les imponía, no en vano había procurado que así fuese. El plan de ataque ya estaba trazado y sus hombres de confianza ya se habrían encargado de difundirlo entre los demás; así que todos estaban a la espera de sus órdenes. Esbozó una sonrisa.
—Esta noche, mis muchachos —dijo en voz alta, haciendo que sus palabras retumbaran en la estancia—, haremos saber a todos cuál es el destino de quien ose desafiarnos. Esta noche sabrán como nunca antes quién gobierna estas calles.
Paseó la vista de un extremo a otro de la sala, con convicción y seguridad. No tenía duda de su triunfo, aunque sabía que muchos de los que estaban allí morirían para poder conseguirlo; no era tan estúpido como para tomar a la ligera a un grupo de mercenarios. Era un precio menor que estaba dispuesto a pagar. Al fin y al cabo sus arcas cada vez estaban más llenas, y con eso le bastaba para comprar la lealtad de todos las tropas que necesitara.
—Ahora quiero que todos salgáis ahí afuera a cumplir con vuestro deber —azuzó—, a demostrar vuestra fuerza y a aplastar a vuestros enemigos. ¡Sangre o gloria!
—¡Sangre o gloria! —bramaron todos al unísono.
Poco después sus hombres habían abandonado la sala para preparar el asalto, enardecidos por su arenga. Por supuesto ninguno de ellos notó que lo invadía cierto nerviosismo; no porque le preocupase la situación lo más mínimo, al contrario. Hacía tiempo que no salía a cazar, como le gustaba llamarlo, y estaba ansioso por derramar sangre.

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