El ocaso de La Compañía (II)

Pasaron varios minutos antes de que consiguiera recuperar la compostura. Minutos largos, saturados de alaridos de dolor ahogados, de gritos de auxilio, de lamentos rotos. Eran los únicos sonidos que predominaban sobre el estruendo de las corazas al impactar contra el suelo, la bulla de los hombres corriendo desconcertados, la mordedura de proyectiles en escudos o protecciones. Todo ello lo escuchaba, temiendo a cada momento reconocer alguna de esas voces gimoteantes, a alguno de esos hombres que aullaban con angustia.
En medio de aquel desconcierto, por fin, predominó una voz. Fuerte, clara. Una voz que pretendía retomar el control de la situación, revertir aquel devenir de sucesos, aquel caos en el que todo parecía haberse convertido a su alrededor.
—¡Vamos muchachos! —aquella voz, la conocía— ¡Retiraos a las tiendas! ¡Cubríos con los parapetos! —le insuflaba confianza, ¿era?— ¡Rápido! ¡A las armas, arcos y ballestas! —¡Bungar, era Bungar sin duda!— ¡Traed mesas y barriles! ¡Formad barricadas, hay que rescatar a los heridos!
Infundida con nuevos ánimos por fin abrió los ojos y se descubrió en el suelo, cerca de uno de los laterales de lona. Alguien había cogido la mesa bajo la que se había refugiado, sin duda para usarla de protección. Se incorporó, aún sin mucho convencimiento, y se adentró un poco más en la tienda buscando un sitio seguro desde donde observar la situación. Por una parte no le sobraba la valentía en esos momentos; por otra, siendo realistas, sabía que poco podría hacer aparte de estorbar.
Una vez se ocultó tras uno de los pilares de madera que sostenían el toldo intentó serenarse y evaluar las circunstancias. No tuvo apenas un momento de tregua para hacerlo, cuando parecía que los mercenarios lograban poner un poco de calma en sus filas y organizarse, gracias a Bungar, para hacer frente al ataque, de pronto este cesó. Sólo un instante. Al momento pareció como si una miríada de luces volara sobre ellos, o al menos eso fue lo que a ella le pareció desde su posición por la infinidad de sombras que se volcaron y movieron en todas direcciones.
La tela del techo y de las paredes prendió en llamas. El fuego comenzó a extenderse con rapidez por la estructura de madera y los enseres que había bajo ella, al tiempo que todos los que estaban a cubierto sintieron peligrar su integridad y se vieron abocados a volver a salir a la plaza. Por su parte vaciló, sabía que no podía quedarse allí si no quería morir abrasada, pero tampoco le resultaba atractiva la idea de quedar al descubierto. Dudó, y dudó demasiado. Tanto que al final un sonoro crujido la sacó de su titubeo y, sin margen de reacción, vio cómo una de las vigas del techo se desprendía ardiente y se precipitaba sobre ella.
En el último momento una mano fuerte la agarró y la apartó de la trayectoria en declive del travesaño. Tokei. Sin darle tiempo a expresar su agradecimiento la arrastró fuera de lo que quedaba de la carpa y la llevó a un rincón del campamento que no había sido pasto de las llamas.
—Escóndete aquí y mantente a salvo —dijo.
—Gracias —respondió ella con tono indeciso.
Pero Tokei no la escuchó. La batalla había estallado en el centro de la plaza y él ya se abalanzaba con furia contra los atacantes más cercanos.

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