El ocaso de La Compañía

El regreso de los hombres de la compañía al campamento fue lo que la salvó.
Poco antes del alba los grupos de mercenarios que habían estado patrullando toda la noche por aquella parte de la ciudad comenzaron a volver al punto de partida. Con la llegada de los primeros despertó del sueño ligero en el que finalmente había caído no sabía cuánto tiempo atrás. Entonces se percató de que la llama sobrevivía a duras penas casi convertida del todo en ascuas y, como si hasta no haberse dado cuenta de ese hecho su cuerpo no hubiese notado el frío, un repeluco le recorrió la espalda y la hizo tiritar.
Se levantó todo lo rápido que pudo, luchando contra el entumecimiento de sus músculos y la somnolencia que aún no la había abandonado. Se estiró un poco intentando entrar en calor y echó varios leños a las gimoteantes brasas. Cuando estos prendieron no fue la única en agradecer que el fuego renaciera con renovado vigor, ya que a esas alturas eran varios los que se acercaban al mismo con la esperanza de calentarse tras una larga noche. Pensó en ese momento que quizás algo para llevarse a la boca podría hacerles bien, así que se encaminó al fondo de la tienda central con idea de reunir algunas provisiones.
Fue entonces, mientras hurgaba en un par de barriles buscando un poco de carne seca que poder tostar en la lumbre, cuando algo inesperado ocurrió.
—¡A las armas! ¡Nos atacan! —gritó uno de los hombres de pronto.
El grito acabó con un gorgoteo que no comprendió, al menos no hasta que, corriendo para deshacer sus pasos, llegó de nuevo a la lumbre y contempló lo que le había ocurrido.
—¡A por ellos, que ninguno escape con vida! ¡Sangre o gloria! —aulló una figura encaramada a uno de los tejados colindantes.
—¡Sangre o gloria! —fue el eco que le siguió, que parecía provenir de todas las casas de alrededor.
Y empezó el infierno. Comenzaron a llover proyectiles desde todas direcciones sobre los hombres que se hallaban al descubierto en la plaza, la gran parte de los que habían vuelto al campamento. Era una matanza, una sangría. Uno tras otro los cadáveres se acumulaban en el firme, la sangre corría por las grietas del enlosado, la muerte se extendía de una forma que nunca había presenciado. Estaba tan horrorizada por el espectáculo que no podía mover ni un ápice de su cuerpo, no podía reaccionar. Quería correr, salir de allí, esconderse y gritar hasta que todo hubiera terminado. Pero era incapaz de hacer nada de eso.
En la avalancha que se produjo alguien la empujó y salió despedida. Dio con sus huesos dolorosamente contra el suelo y rodó un par de metros antes de poder recuperar el control. Justo a tiempo para volver a dar varios giros, ahora por voluntad propia, y refugiarse bajo una mesa. El fuego había sido pisoteado y pateado repetidas veces en medio del jaleo y apenas quedaban unas brasas humeantes del mismo, insuficientes para iluminar el interior de la tienda con claridad. El alba despuntaba afuera, pero bajo la lona la oscuridad era aún lo bastante persistente como para que nadie se percatase de su presencia; de no ser porque se había cobijado con rapidez habría sido víctima de los pisotones indiscriminados de unos y otros.
Escondida bajo la mesa agachó la cabeza y se la cubrió con los brazos. No quería estar allí, se arrepentía de no haberse marchado con La Abuela y los niños. Pero ya era demasiado tarde...

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