Amanecer carmesí (IV)

En el mismo instante en el que tensaba la cuerda otra figura llamó su atención en la plaza, haciéndole cambiar de objetivo instintivamente. No parecía uno de los mercenarios o, al menos, no estaba ataviado de la misma forma. Al igual que los demás había roto la formación con la que se habían protegido en un principio y había ido al encuentro de sus hombres; pero con la diferencia de que ni había buscado refugio en algún compañero cercano ni parecía necesitarlo. Había irrumpido en solitario en el grueso de sus filas y no sólo se mantenía ileso, sino que estaba causando estragos.
Por un momento olvidó el resto de la contienda y se centró en ese personaje. Sin duda era un buen guerrero, a la vista estaba que mucho mejor que sus esbirros; lo cual por otra parte había de reconocer que no era un logro desmedido. Aunque su estilo era del todo distinto no tenía nada que envidiar al del líder de la compañía; además, a su favor jugaba la edad. Portaba una escueta armadura que no le brindaba mucha defensa, pero lo compensaba con un repertorio de movimientos ágiles y fluidos que sin duda no habría podido llevar a cabo con otra protección más pesada. Manejaba únicamente una katana, con una naturalidad y una soltura que hacía tiempo que no veía.
Justo en el momento en el que sus ojos habían recaído sobre él llevaba a cabo una finta que le permitía zafarse de la arremetida de dos de sus oponentes, a la vez que con un rápido movimiento desviaba el filo de otro de ellos. No pareciéndole lo bastante compleja la maniobra aún conseguía asir la muñeca del cuarto y retorcerle el brazo lo suficiente como para hacerle soltar el arma. El ardid defensivo dio paso a una ofensiva feroz: una sucesión de ataques, cuatro, uno por cada contrario. Se deslizó entre ellos al mismo tiempo que ondeaba su acero como un instrumento de muerte. En ese instante sus miradas se cruzaron.
Desde la plaza, rodeado de los cadáveres de sus hombres, lo miró con intensidad, marcando el desafío. Aún sostenía la flecha sobre la cuerda del arco, en un suspiro lo tensó y apuntó; pero él no se movió ni un ápice. Permaneció impasible, retándolo desde la distancia, demostrando no tenerle miedo. Apretó los dientes y soltó un gruñido, no iba a permitir que le plantase cara quien debería temerle, quien estaba a punto de morir por su mano.
El venablo partió certero y sin remisión. Afilado, veloz, ineludible, imparable. El impacto atravesó el corazón de su víctima, que se abatió inerte hacia el firme teñido de tonos carmesí.

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