Amanecer carmesí (III)

Exhaló un bramido con toda la ira que había estado conteniendo y se lanzó contra los atacantes. Estaba rompiendo la formación de defensa y dejando al descubierto sus flancos, pero eso ya no le importaba. Había contemplado cómo sus hombres eran atacados a traición. Había sentido la impotencia de no poder acudir en su ayuda. Había visto morir a compañeros y amigos. Y sólo porque él, en el que todos tenían depositada su confianza, no había sido capaz de valorar el peligro que se cernía sobre ellos.
Había sido un estúpido olvidando todo lo aprendido durante tantos años. Nunca se debe subestimar al enemigo, nunca hay que darle la espalda a ningún peligro. Había vuelto a Ranavva como salvador, para librar a la ciudad de una de sus peores lacras; y en su vanidad se había creído superior. «Sólo son unos simples rateros» se había repetido muchas veces en su mente, tantas que él mismo se había engañado. Tantas que ni siquiera había protegido su campamento, a sus camaradas... Ahora ya era tarde. Sabía que su destino estaba sentenciado. Aquel sería su último amanecer, pero lo vendería muy caro.
Apenas sintió cómo la violencia del choque le recorría el brazo izquierdo y se transmitía dolorosamente hasta su costado. Su atención estaba centrada en cómo su arma había logrado encontrar un resquicio en las protecciones de un enemigo y se había alojado entre sus costillas. Con un rápido movimiento ladeó el tronco lo suficiente como para arrojar el cuerpo inerte hacia sus adversarios; siguió el arco con la espada y de un tajo cortó las aspiraciones de otro que intentaba asaltarle por su lado más vulnerable.
Antes de que la cabeza terminara de rodar sobre el suelo, ya saturado de sangre, su acero hambriento buscaba otro miembro que cercenar. Sabía que ni la arremetida ni sus fuerzas durarían mucho más, y luego de ello se encontraría en clara desventaja. Esta vez encontró resistencia, la hoja de otro filo había interceptado el golpe. Pero no importó. Mientras el crujido de huesos rotos aún seguía siendo un eco en el aire, su portador soltaba el arma y se precipitaba hacia suelo con el cráneo destrozado por un mazazo. Su compañía se había unido al ataque.
Todos sus hombres en tropel habían roto el círculo para acompañarle en la lucha. Todos los que aún permanecían con vida, se recordó a sí mismo para infundirse aún más ímpetu. Ellos, al igual que él, sabían que la mayoría morirían en los próximos minutos; pocos conseguirían salvarse, si alguno lo hacía. Todos ellos sabían que abandonar la formación suponía un mayor riesgo, y con más razón estando en minoría. Pero por encima de cualquier adversidad eran hermanos de armas y morirían por él si era necesario.
En lo alto del tejado Kran observaba cómo se desarrollaba la batalla. Valorando cada avance o retroceso de sus esbirros, celebrando cada muerte enemiga y sin lamentar las bajas propias. Los mercenarios ganaban terreno y, en igualdad de condiciones, habrían salido victoriosos sin duda alguna; pero ahora sólo estaban consiguiendo alargar la agonía.
«Pronto el combate estará terminado» pensó al tiempo que ceñía la última flecha en el arco.

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