El declive de un hombre bueno (II)

El arma estaba bien afilada y le punzaba en el pecho, tanto que de no ser por el peto de cuero que portaba como coraza habría podido atravesarlo. Pero no se amilanó.
De haberse tratado de otro no habría quedado así, pero sabía que no debía enfrentarse a un superior, que un acto de rebeldía en aquel momento podía costarle su carrera como soldado; si es que no lo había hecho ya.
A un gesto del general sus acompañantes, que parecían haber recuperado igualmente la lucidez, lo inmovilizaron y, golpeándole con brusquedad, lo obligaron a caer de rodillas. Pero ni aun así apartó la mirada desafiante.
—Veo que tienes agallas —le dijo manteniendo aún el filo en alto—. Pero te has equivocado eligiendo enemigo.
Tras acercarse, cuando ya pensaba que lo iba a ensartar, bajó el cuchillo y le propinó un rodillazo en el vientre con tal contundencia que se encogió sobre sí mismo y agachó la cabeza mareado.
—Mantenedlo ahí —ordenó—. Este gallito y yo tenemos cuentas que ajustar luego.
Todavía aturdido notó cómo se acercaba, sintió su aliento en la nuca y escuchó la amenaza sin poder responder.
—Ahora voy a por tu amiguita. No creas que no sé que esa es la despreciable konomi a la que proteges. Pero eso se acabó, hoy se va a arrepentir de seguir viva. Luego, volveré a por ti.
Superando una arcada consiguió alzar la cabeza lo justo para ver cómo el general se alejaba calle adelante, adentrándose en la oscuridad arma en mano.
Intentó zafarse de la presa. Emitiendo un gruñido consiguió liberar un brazo de un brusco tirón; pero no fue suficiente. Como respuesta obtuvo un patadón en la espalda que lo hizo caer de bruces y una sarta de improperios de aquellos que, en vez de tratar de evitar lo que iba a suceder, parecían tomarlo como un juego.
Aun en el suelo intentó moverse, pero el entretenimiento de sus captores no terminaba ahí, sino que comenzaron a castigarle las costillas con su botas de acero.
Su conciencia pugnaba por abandonarlo a la vez que él intentaba asirse a ella con todas sus fuerzas. Luchaba, porque sabía que sólo él podía impedir lo que estaba a punto de ocurrir, porque todo en él le repetía que su deber era ponerle fin a aquello. Y entonces llegó su oportunidad.
Cuando ya casi había perdido la batalla el golpeo cesó. Durante los primeros instantes ni se percató de ello, aturdido como estaba, pero un desagradable aroma y unas risotadas consiguieron que volviera en sí. Uno de sus agresores se había visto por fin vencido por las nauseas y, a juzgar por el olor, había vertido en el firme hasta la cena del día anterior. Sus compañeros, olvidándose de él, dándolo por acabado, se habían girado para celebrar entre vítores el acontecimiento.
Se levantó como pudo. Con la mirada turbia encontró su arco, que se le había caído en el ataque, y asió la única flecha que pudo vislumbrar en la penumbra de la noche. Corrió, trastabilló, incluso rodó un par de veces; pero no se detuvo. Al principio creyó que le seguían, quizá fuese cierto o quizá fuese producto de sus sentidos obnubilados. No le importó; tenía un objetivo claro.
Casi no se percató de cómo había llegado allí, no sabía si arrastrado por su instinto o por producto del azar. Pero una risotada le avisó de que su objetivo estaba en lo alto de un atalaya, cuchillo en mano. No había llegado tarde.
Forzó su cuerpo hasta conseguir ponerse recto, hasta adoptar una postura seria, casi señorial. Apretó con su diestra el mástil del arco, con su zurda hizo lo propio con la flecha que aún asía.
Tomó aire.
Sabía lo que había de hacerse.

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