El declive de un hombre bueno

En los últimos días su cuartel había estado más ajetreado que de costumbre. En el pueblo había recalado la comitiva que acompañaba a un alto cargo de las milicias, que volvía a la capital tras un tiempo de presencia en La Costa Azul. Uno de esos tipos pomposos y arrogantes que últimamente veía proliferar demasiado entre los mandos del ejército, de esos que más que aportar honra a las filas y cumplir su cometido de servir al pueblo aprovechan su posición para colocarse por encima de los demás. Así que, en lo posible, había preferido ausentarse y sólo permanecer en las cercanías de edificio si no tenía otra opción.
Aquella noche, cuando volvía a pernoctar tras una jornada especialmente larga, se encontró con una desagradable sorpresa. O, más bien, fue consciente de ella, ya que a varias manzanas era notorio el jaleo que había en su otrora tranquilo lugar de descanso.
Mudó su expresión en hastío a medida que se acercaba, intuyendo que la noche iba a ser aún más larga que el día. Por suerte, sus huéspedes habían anunciado su marcha para la mañana siguiente, sin duda aquella era su fiesta de despedida particular.
Sin embargo pronto olvidó tales banalidades, alarmado por un asunto de una índole más preocupante: cuando había enfilado la calle principal y apenas le restaba media centena de metros para su destino vio salir del cuartel despavorida a una joven a la que conocía muy bien e, instantes después, a varios festejantes bastante airados.
La muchacha era la joven konomi a la que se había empeñado en proteger a pesar de las quejas de sus hombres y el rechazo de medio pueblo. A sus perseguidores no los reconoció a primera vista, salvo a uno de ellos. Era el general; el asunto pintaba mal.
A pesar de que se pusieron en marcha con rapidez no tardó mucho en darles caza, se notaba por su caminar errático que estaban perjudicados por la bebida. Otra cosa iba a ser hacerles cambiar de rumbo.
—¿Qué está ocurriendo? —les interpeló en cuanto pudo rodearlos y cortarles el paso.
—¡Aparta estúpido! —fue el insulto que obtuvo por toda respuesta.
A continuación intentó apartarlo de un empellón, pero él se mantuvo firme y de no ser porque los otros lo agarraron habría dado con sus huesos en el suelo.
—¿Se puede saber qué haces, imbécil? —escupió enrojecido cuando se hubo recompuesto.
—Mi labor, señor —respondió con serenidad—. Es mi responsabilidad mantener el orden en este pueblo, y en vuestro estado ni vos ni vuestros acompañantes deberíais correr por las calles.
Durante unos momentos el desconcierto fue capaz de desplazar a la cólera en aquellas facciones turbadas por el alcohol. Sabía que estaba asumiendo un riesgo demasiado grande, que por mucho menos otros habían recibido un fuerte castigo; aunque duró sólo unos segundos, demasiado poco para que fuese capaz de medir las consecuencias de sus actos.
La reacción sobrevino demasiado rápido, más de lo que hubiese podido aventurar visto el estado en el que se encontraba su contrario.
—Ni se te ocurra volver a interponerte en mi camino —le espetó apretando contra su pecho un cuchillo que había extraído del cinto, todo resto de ebriedad borrado de sus ojos—. O lo pagarás.

No hay comentarios :

Publicar un comentario