Un paso más (V)

Se despertó con una considerable sensación de pesadez en todo el cuerpo. Se encontraba extenuada, tanto física como mentalmente; hasta tal punto que el primer pensamiento que pasó por su cabeza fue el de volverse a dormir. Pero una extraña inquietud se adueñó de ella con rapidez, como si su intuición tratase de avisarla de algún peligro, haciendo que desestimara la idea de inmediato.
No tenía noción de cuánto tiempo había estado dormida, apenas recordaba siquiera el momento en el que Crisannia la había dejado sola y el sueño le había arrebatado la conciencia; pero a juzgar por el tono mortecino del candil, al que apenas le quedaba aceite, debía de haber sido bastante.
Se incorporó en la cama sin notar demasiadas molestias por la herida; el vendaje se mantenía firme y la presión que éste ejercía era incluso reconfortante. Se sorprendió al ver sobre una pequeña mesita junto al lecho un cuenco con sopa y algo de carne asada. En ese momento su estómago le recordó el largo ayuno que había tenido que soportar y, a pesar de que el caldo estaba tibio y la carne fría, tardó apenas unos segundos en dar cuenta del inesperado tentempié.
Tras la breve pausa para saciar el apetito se puso en pie. Sólo llevaba un fino camisón, pero ya desde la cama había podido observar que en un perchero junto a la puerta se encontraba el uniforme de su madre. Se lo enfundó e hizo lo propio con las botas, que también la esperaban junto al resto de la ropa.
Antes de salir de la habitación se percató de que en la silla donde se había sentado Crisannia estaban sus dagas. No sabía cómo habían llegado allí, pero la sensación cada vez más acuciante de inseguridad le impidió pensar en ello. Las guardó en sus fundas y abandonó la estancia.
No conocía aquel sitio, sin embargo, gracias a las palabras de Crisannia, sabía en qué lugar estaba; y el recuerdo de lo ocurrido en su última visita a un cuartel no le ayudaba precisamente a calmarse.
Continuó sin rumbo fijo, sólo pensando en salir de allí. No encontraba ni a la Abuela ni a ninguno de sus niños, sólo a soldados a los que prefería evitar; hasta que empezó a escuchar de fondo del murmullo de unas voces que le resultaban familiares. Aceleró entonces el paso, ansiosa por encontrarse con rostros conocidos que le ayudasen a recuperar la calma.
—Mi padre no lo olvidó, nunca dejó de tener pesadillas con esas criaturas. No os lo contó para no preocuparos, pero me decía que venían a por él, que sentía cómo lo buscaban.
Las primeras palabras que escuchó con claridad fueron las de Enia, la hija de Izzan. Estaba a punto de entrar en la habitación, incluso podía ver a los cuatro compañeros sentados en torno a una pequeña mesa; pero se quedó petrificada al entender el significado de aquella afirmación.
—Una vez te marcan no hay redención posible —proseguía Enia visiblemente afectada—. En sus pesadillas mi padre huía sin parar; pero no podía escapar por mucho que se esforzara. Cada noche se acercaban más y más. Sólo era cuestión de tiempo que vinieran a por él.
Sintió cómo le faltaba la respiración, cómo aquel miedo que tantas veces la había despertado tomaba fuerza y se acercaba más y más. Pugnó por gritar, pero no pudo, intentó avanzar, pero sus piernas se lo impedían. El recuerdo de cada uno de las advertencias de Crisannia explotaba en su mente, la angustia la empapaba con un sudor frío.
Veía confirmado lo que en el fondo de su ser siempre había sabido: aquellas pesadillas no vivían sólo en sus sueños, aquellas criaturas eran reales... y venían a por ella.
Y sólo pudo huir...
Fin del capítulo décimo. Volver al índice >>

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