Gritos en la noche (III)

—¡Arrggg! —no pudo evitar el grito de dolor mientras trastabillaba hasta casi chocar de bruces con una pared cercana, donde consiguió apoyar una mano.
Se había interpuesto en la trayectoria de la mortal garra a sabiendas de que podía resultar herido de gravedad; pero había sentido que la vida de aquella niña era muy importante. Esta vez no era sólo un presentimiento, lo sabía. Soltó a la pequeña en el suelo, estaba sana y salva, de momento... La siniestra criatura profirió un desagradable gruñido, síntoma de que no tardaría en volver a atacar; su intervención no había sido más que un leve contratiempo, más sangre que derramar.
Intentando ignorar el fuerte dolor que le recorría la espalda se giró violentamente haciendo un arco con su espada, aún enfundada. No fue en vano, consiguió propinar un golpe a la criatura, que se acercaba de nuevo presta a soltar otro zarpazo. En vez de esto tuvo que retroceder dejando escapar un alarido mientras se llevaba una de las zarpas al ensangrentado ojo derecho, donde había recibido toda la contundencia del golpe. Tokei intentó continuar con el ataque, ahora que estaba indefensa; pero apenas podía mantenerse en pie a causa de la herida recibida y se desplomó hincando las rodillas en el suelo.
De pronto, provenientes de un oscuro callejón lateral se escucharon un par de silbidos y dos virotes restañaron en la pared de una de las casas al otro lado de la calle. En un acto reflejo, a pesar de estar aturdido, el demonio los había esquivado haciendo un rápido movimiento; pero lo único que había conseguido era quedar del todo expuesto. Tokei notó una ráfaga de viento sobre su cabeza, e instantes después se escuchó un golpe seco. El ser cayó de espaldas con un hacha clavada en el tórax.
Tokei, casi a gatas en el suelo, mientras hacía lo posible por soportar el dolor de la herida sin desfallecer, alzó la cabeza para ubicar a su providencial ayuda. Desde las sombras del callejón desde donde habían sido efectuados los disparos aparecieron un par de individuos portando sendas ballestas. No eran soldados de la ciudad pero, a juzgar por la forma en la que estaban pertrechados, tampoco parecían bandidos o ladronzuelos como los que le habían asaltado un rato antes. Cuando el tercero, el que tan oportunamente había lanzado el hacha, llegaba a su altura desde atrás una punzada de dolor le obligó a bajar la cabeza y lo hizo tambalearse.
—No deberías intentar moverte con esa herida —dijo dirigiéndose a Tokei—. Espera, les diré a mis chicos que te ayuden. Thanos —alzó un poco la voz—, ven aquí y ayúdame a levantarlo; Izzan, saca mi hacha de esa carne infectada antes de que se pudra y tráela.
—¡No! ¡No os acerquéis! —la voz surgió como un relámpago de la garganta de Tokei. Había sentido de nuevo la maldad de aquella criatura; no estaba muerta, y era mucho más peligrosa de lo que parecía.
Pero el aviso fue demasiado tardío. De nuevo otro grito de dolor rompió la noche...

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