El regalo de cumpleaños (IV)

—Como te decía ya has conocido a mis niños —dijo la anciana cuando el muchacho se hubo marchado, intentando retomar la conversación antes interrumpida—, y ahora también al mayor de ellos: Evven. Es un granujilla descarado, pero me ayuda bastante a cuidar tanto de su hermano como de los demás.
Hizo una breve pausa en la que se inclinó hacia delante para recoger una a una las monedas que Evven había dejado sobre la mesa. Mei permaneció expectante hasta que la anciana continuó.
—Recojo flores para venderlas, aunque poco es el dinero que logro ganar. No me gusta que el muchacho tenga que robar; pero a veces, cuando escasea la comida y no hay otra forma de conseguir más, es el único camino que hay.
—Sé demasiado bien lo que es pasar hambre, y que antes que eso preferible cualquier cosa; no seré yo quien os juzgue por eso.
—Gracias, esperaba que lo comprendieses. Desde que nos encontramos anoche supe que no habías tenido una vida fácil, que quizás la suerte te había sonreído demasiado poco.
—Es cierto —reconoció Mei—, mi vida no ha sido precisamente un paseo. Pero eso va a cambiar, a partir de ahora...
. . .
Hacía mucho tiempo que Mei no le hablaba a nadie con tanta franqueza como lo estaba haciendo con la anciana; apenas la conocía y no sabía cuáles podían ser sus intenciones, pero tenía un aire extraño, acogedor, que la hacía sentirse bien. Ya había anochecido y seguían charlando, ahora en el comedor tras haber cenado, una vez los niños se habían ido a dormir. La Abuela, que era como todos la llamaban, le había contado cómo muchos años atrás había perdido a su familia por un desprendimiento de rocas en La Gran Araña, una cadena montañosa situada al norte del gran continente; cómo había venido a vivir a Ranavva; y cómo había adoptado a aquellos a los que llamaba sus niños.
Mei, aunque sin mencionar cómo había ocurrido todo en realidad, también había narrado buena parte de su vida; la soledad, el rechazo, el abandono. Cómo, tras quedarse sola y ser apartada por los demás, había vagabundeado de pueblo en pueblo, subsistiendo como había podido, unas veces peor, otras mejor. Y cómo, después de verse envuelta por enésima vez en problemas, había decidido viajar a Ranavva con la esperanza de iniciar una nueva vida. Casi siempre, al recordar todo aquello, se sentía triste y sola, pero no ahora. Durante todo el día se había sentido distinta, como si su propósito de cambiar el rumbo se estuviese cumpliendo, se sentía feliz.
—Mei —le había dicho la anciana poco antes de comenzar a preparar la cena con un poco de carne que habían comprado gracias a las monedas conseguidas por Evven—, esta mañana te dije que quería hacerte una propuesta.
—Es cierto —había respondido Mei un tanto intrigada—, ¿de qué se trata?
—Pues —hizo una breve pausa—, me gustaría que te quedaras aquí con nosotros. No soy quien para pedírtelo, pero necesito ayuda para cuidar de mis niños, yo sola no puedo hacerlo. De todas formas, decidas lo que decidas, aquí siempre tendrás un lugar para ti.
Mei había sonreído, una sonrisa tan amplia que no le cabía en la cara.
—Me encantaría.

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