—¡Vamos Mei!, un poco más arriba, hasta que llegues a las primeras frutas.
—Pero mamá —el esfuerzo se notaba en su voz—, ya he trepado a este árbol antes y he cogido todas las frutas a las que alcanzaba.
—¿Significa eso que si necesitas comer y lo único que tienes a mano son frutas de este árbol te quedarías con hambre? —Yamiko no había podido evitar que la pregunta pareciese más un reproche, quizás había sido demasiado dura con Mei, al fin y al cabo sólo era una niña pequeña.
—¡No mamá! —espetó la niña, convirtiendo la anterior duda en decisión, a la vez que comenzaba a encaramarse a la siguiente rama.
Yamiko sabía que Mei era aún demasiado joven, sabía que cualquier otra niña en su lugar se habría puesto a llorar, que ni siquiera habría sido capaz de trepar a las primeras ramas. Pero también sabía que su hija, a pesar de no haber cumplido aún los diez años, se comportaba con mucha más madurez que la mayoría de los niños. La observaba mientras se esforzaba por seguir trepando y se sentía orgullosa. A su edad ella a veces no tenía más remedio que subirse a los árboles para no morirse de hambre; Mei no necesitaba hacerlo, por fortuna, pero sería capaz, lo que hacía que se sintiese aún más contenta.
Mei había conseguido encaramarse a la siguiente rama. Ya tenía varios mangos al alcance de la mano, pero al alzar la mirada vio uno en especial grande y jugoso. Ese, decidió, era el que iba a coger. Yamiko observaba desde el suelo cómo Mei intentaba coger una fruta que estaba sobre su cabeza. Estiraba el brazo primero y luego todo el cuerpo, poniéndose de puntillas. Lo estaba rozando con la punta de los dedos, ya casi lo tenía, y de pronto... Yamiko saltó hacia adelante, cayendo al suelo justo después de atrapar a la niña.
Yamiko la soltó en el suelo de nuevo y se miraron, Mei extendió los brazos con el mango entre las manos y comenzaron a reír. Poco después, sentada una al lado de la otra, madre e hija saboreaban su trozo. Al final Mei había conseguido coger el más anaranjado de todo el árbol y estaba muy dulce, tanto, que tenía los dedos pegajosos. Definitivamente había acertado, y lo mejor de todo era que había hecho reír a su madre.
Cuando hubieron terminado Yamiko se levantó y se sacudió con cuidado la ropa. Mei, que sabía lo que eso significaba, hizo lo propio, procurando que en su ropa no quedase ninguna brizna de hierba o grano alguno de arena; de nuevo impoluta.
—No tiene que quedar nada en la ropa que se pueda caer y dejar un rastro por donde pasemos.
—Muy bien —dijo Yamiko sonriente—. También hay que pisar con cuidado para no hacer ruido y no dejar huellas.
—¡Ah sí! Se me olvidaba, pero es que eso es muy difícil —contestó la niña con gesto de preocupación—. ¿Me enseñarás cómo hacerlo?
—Claro que sí, ¡pero antes tendrás que alcanzarme! —al tiempo que comenzaba a correr.
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