El llanto de una niña (II)

Había pasado mucho miedo después de lo que había visto, tanto que durante un buen rato había estado corriendo de un lado para otro, sin rumbo alguno; al final el cansancio le pudo y cayó rendida. Cuando despertó estaba allí, en el hueco secreto del gran árbol. No recordaba haber llegado hasta ese lugar, ni siquiera creía haber sido capaz de trepar tan alto; pero allí estaba, desconcertada y aún asustada por la escena presenciada.
Su madre la había llevado a aquel sitio un par de semanas atrás, en lo alto del gran árbol, el más grande de la arboleda en la que todos los días jugaba con Kiria y Less. Cuando nadie las veía Yamiko le había dicho que se agarrase a su cuello y, cuando se hubo asegurado de que estaba asida con fuerza, había trepado hasta lo alto del árbol. Una vez arriba Yamiko le había mostrado aquel recóndito y protegido recoveco entre la vieja corteza. Aquel día había sentido miedo de estar a tanta altura y no tardaron en bajar de nuevo al suelo. Sin embargo ahora se encontraba mucho más protegida, incluso cómoda, al haberse despertado allí en vez de estar fuera en la oscuridad de la noche.
Justo cuando sentada miraba hacia afuera por una pequeña grieta en la corteza se percató de que ella no estaba a oscuras como el resto de la poca arboleda que podía observar entre el tupido ramaje. Sorprendida por ello miró entonces hacia arriba, de donde parecía provenir la luz, para quedar aún más asombrada. Varias docenas de luciérnagas revoloteaban sin cesar un par de metros por encima de su cabeza, iluminándola con una suave luz.
Cuando, sin salir de su asombro, consiguió volver a bajar la mirada y contemplar la situación a su alrededor, se dio cuenta de que lo que unos días antes le había parecido un oscuro y feo agujero era mucho más. Había dormido y se encontraba sentada sobre una suave manta que le evitaba el contacto con la dura madera; a un lado colgaba la tela marronácea que ocultaba la salida, aunque con el tupido ramaje ésta era del todo invisible desde el suelo; a otro había cuencos, botes, frascos, pergaminos enrollados, varias cosas que ni por asomo sabía qué eran, y libros, sobre todo libros, varias pilas de ellos. Aquello parecía el lugar secreto soñado por todo niño, lleno de misterios y cosas extrañas. Ni siquiera recordaba ya lo ocurrido por la tarde.
Como a cualquier niño le pudo la curiosidad y, poniéndose de puntillas, tiró del borde del libro más alto de todos hasta conseguir agarrarlo y casi echárselo encima de lo pesado que era; la pila se tambaleó un poco, pero al final no ocurrió nada que tuviese que lamentar. Sonrió, se sentó de nuevo dejando el libro sobre sus rodillas y lo abrió por una página al azar.
Apenas sabía leer, además le parecía que aquella no era una escritura normal. De todas formas siguió hojeando el libro viendo dibujos de extrañas criaturas, unas hermosas, otras horripilantes, pero todas sorprendentes. Al final, varias horas después, volvió a quedarse dormida.

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