Traición (II)

Cuando Yamiko acudía a una llamada de su señor solía hacerlo vistiendo el uniforme de su guardia personal; en esta ocasión y dada la celeridad con la que se la había convocado había preferido ahorrar tiempo y llevar una ropa normal. Sabía que su señor no pondría ninguna objeción al respecto, ya que él mismo le sugería que vistiese de una forma más mundana cuando lo acompañaba en sus paseos tras la sobremesa. Eso sí, portaba su espada y la insignia que la acreditaban como comandante; no quería verse retrasada porque algún nuevo miembro de la guardia se le interpusiese en el camino y no fuera capaz de reconocerla.
Al igual que seguía vistiendo el uniforme cuando acompañaba al señor en sus paseos, en parte para amedrentar a los posibles ladronzuelos, en parte para hacer notar a todos los que la miraran con desprecio quién era; también era su costumbre inclinarse en actitud sumisa a la espera de órdenes cuando su señor la llamaba. Siempre que lo hacía, Drent, que en el fondo la quería como a una hija, no tardaba en hacer que se incorporase e incluso que tomase asiento. Esta vez no lo hizo.
Pasaron unos segundos que les parecieron eternos a ambos. Drent no sabía cómo comenzar, ahora que la veía allí delante todo le resultaba más difícil. Yamiko ya tenía claro a lo que había venido, era inútil seguir manteniendo el protocolo, seguir manteniendo aquella sumisión que le hacía sentir estúpida. Se incorporó con lentitud mientras se enrollaba en la muñeca izquierda la cadena de la que colgaba su insignia y se ajustó a la derecha la espada, que se había deslizado hacia delante al inclinarse. Miró a los ojos al que hasta ahora había sido su señor y, con un par de calmadas pero firmes palabras, rompió el silencio.
—¿Y bien?
Algo se había roto y quizás no se volviese nunca a reparar. Era inútil intentar retrasar la situación, lo único que conseguía así era alargar la agonía. Mientras notaba cómo se le humedecían los ojos Drent inclinó la cabeza hacia abajo y habló.
—Yamiko, sabes que te quiero como si fueras una más de mis hijas —comenzó con voz temblorosa—, pero...
—Pero Jilon no me ve precisamente como a una hermana mayor —interrumpió Yamiko—. Podemos ahorrarnos todo esto, hace mucho que espero este momento; sólo era cuestión de tiempo. Comprendo que este no es mi lugar, recogeré mis cosas y me marcharé en cuanto me sea posible.
—Yamiko... —con voz cortada Drent intentó hablar, pero las lágrimas se lo impidieron.
Yamiko permaneció en silencio observando aquellas lágrimas, sabía que eran sinceras, pero aun así no podía reprimir el rencor que crecía en lo más hondo de su ser. No le importaba Drent, ni siquiera ella misma, sólo pensaba en Mei. No podía permitir que la vida de su hija se rompiese de aquella forma, no era más que una niña de diez años y no estaba aún preparada. Sólo había una solución posible, era dolorosa y la apartaría de ella; pero era lo único que podía hacer.

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