Durante unos minutos sólo hubo silencio. Yamiko reflexionaba sobre la situación no tan inesperada en la que se encontraba, evaluando las repercusiones de lo que iba a hacer. Drent continuaba inclinado hacia delante con la mirada fija en el suelo, como si cargara un gran peso sobre la espalda; parecía mucho más cansado que minutos atrás. Haciendo acopio de fuerzas, se levantó para pasear vacilante por la habitación mientras intentaba recobrar la calma, volviendo al sillón poco después. Yamiko, absorta, con la vista al frente, ni siquiera se percató.
—¡Ah! —suspiró Drent que, una vez recobrada la calma, continuó hablando—, ya no soy más que un pobre viejo al que quizás le queden pocos años de vida. Pero hace mucho tiempo fui joven y arrogante como Jilon, y como él me creía superior a... vosotros —un acceso de tos le interrumpió.
Yamiko se percató de que sobre la cama se encontraba uno de los pañuelos de Drent, con la misma insignia que llevaba enrollada en la mano, bordada con fino hilo púrpura. Se acercó para cogerlo y entregárselo al anciano.
—Pero, —continuó una vez recuperado— la vida nos enseña muchas lecciones. Algunas más valiosas, otras menos; y la más importante de todas me la enseñaste tú. Arriesgaste tu vida para salvar la mía cuando intentaron asesinarme, incluso te interpusiste en la trayectoria de una flecha que venía hacia mí y que te hirió de gravedad. Dudo que ni siquiera mi hijo fuese capaz jamás de hacer algo parecido.
Se volvió a hacer el silencio durante unos instantes, sus miradas se cruzaron por un momento, pero ambos evitaron mantener la confrontación. No hacían falta palabras. Drent continuó hablando para evitar que la tensión siguiese creciendo.
—Lamento no haber sabido educar a mi hijo para que no caiga en mis mismos errores, lamento que no sepa apreciar que las personas no son mejores o peores por lo que son, sino por cómo son. Ya es demasiado tarde para intentar cambiarlo, pero espero que algún día aprenda, como lo hice yo. La vida nos enseña muchas lecciones.
Tras una nueva pausa se levantó y comenzó a andar hacia los pies de la cama, donde había un viejo arcón, que había pertenecido a la familia durante generaciones.
—Es inevitable que te vayas. Pronto no estaré al mando de esta casa, ya casi no lo estoy, y es preferible que lo hagas ahora a esperar a que mi hijo... te invite a marcharte. Pero me gustaría que no te fueses con las manos vacías, que tanto tú como tu hija podáis tener una vida decente.
Se agachó y abrió una especie de cajón secreto, de donde sacó una bolsa que dejó sobre el arcón.
—Llévatelo cuando salgas y utilízalo como quieras. Mi hijo lo derrocharía, prefiero que te lo quedes tú.
Sin cerrar siquiera el resorte secreto volvió al sillón para sentarse. Una vez allí cruzó los brazos y miró fijamente a Yamiko, que estaba de pie, con la mano apoyada en el pomo de la espada.
—Espero que no me guardes rencor, esto tenía que llegar. Y ahora por favor, dame tu insignia y tu espada antes de irte.
Dejando que la cadena de la insignia se desenrollase de su muñeca, y desenvainando la espada, Yamiko se acercó al sillón.
—Es justo lo que pensaba hacer.
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