Poco faltaba ya para el atardecer. Aunque todavía se encontraba dentro del bosque a algo más de dos kilómetros podía ver las murallas de la capital, Ranavva. Su idea inicial había sido llegar a la ciudad antes del atardecer con el fin de tener tiempo de buscar un buen sitio para pasar la noche; pero al final decidió tomarse con más calma el trayecto que le quedaba e intentar la entrada en la ciudad al anochecer. Dada su condición de konomi le resultaría más fácil el acceso si la oscuridad mitigaba sus rasgos, y así aprovecharía sus últimos momentos de tranquila soledad antes de internarse en la maraña de gente que debía de ser la gran ciudad.
Por la mañana, tras un corto camino, había encontrado un pequeño riachuelo. El agua era tan clara que estuvo tentada de darse un baño y teñirla con la suciedad que con seguridad se desprendería de su ropa. Como aún era temprano y hacía un poco de frío acabó desestimando la idea y se puso manos a la obra en prepararse el desayuno. Lo que antes fuera un pobre conejo no tardó mucho en convertirse en jugosos y tiernos trozos de carne. Por la corriente del riachuelo se deslizaron con suavidad hilos de roja sangre, formando un curioso contraste con el agua cristalina.
Una vez el conejo había pasado a mejor vida y la carne estaba limpia recogió ramas secas del suelo y las amontonó para hacer una pequeña hoguera. Frotando con presteza dos trozos de madera sobre unas pequeñas astillas que había preparado no tardó mucho en conseguir que las llamas prendieran. Acercó algunas hojas para asegurarse de que el fuego no se apagaría y se alejó un poco del riachuelo en busca de algún trozo de madera algo más grande. A los pocos minutos la hoguera ardía vivaz y tenía varios trozos de leña amontonados para mantenerla encendida. Era el momento de preparar la comida, y de degustarla con apetito.
Ahora se encontraba de nuevo sentada en la rama de otro gran árbol, observando las murallas de la ciudad mientras saboreaba un trozo de carne de conejo. Por la mañana había asado toda la carne al fuego y la sobrante la había guardado con cuidado envuelta en unas hojas que había recogido. Después disfrutó del ansiado baño en las aguas del riachuelo. Todavía hacía un poco de frío, pero avivó la hoguera, que ardía a la orilla, y se mantuvo cerca para que su calor la reconfortase mientras se secaba la ropa.
Por último, aprovechando los rescoldos que aún quedaban, había quemado las cuartillas, el frasco de tinta y la pluma. Esa había sido su forma de romper con el pasado, de dar paso a una nueva vida. Había arrojado las hojas al fuego una a una, con parsimonia, como deleitándose con cada nuevo trozo de papel que el fuego consumía. Mientras, permanecía absorta observando la azulada llama provocada por la abundante tinta que impregnaba cada hoja, como viendo de nuevo su vida pasar. Recordó cada detalle, cada momento, todo lo que había vivido, y sufrido. Cuando el fuego consumió la última hoja se levantó y continuó su camino.
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