Buscando un hogar (IV)

Un soplo de aire frío la devolvió a la realidad. Se había quedado absorta pensando en los últimos días de viaje hacia Ranavva y el tiempo se le había pasado volando: ya era casi de noche. A lo lejos la muralla de la ciudad estaba iluminada por luces que se desplazaban en alto, sin duda eran las antorchas de los guardias que patrullaban por ella. Aparte de eso no parecía haber demasiada actividad en los exteriores y, aunque desde donde estaba no alcanzaba a verla, posiblemente por la entrada principal pasaran ahora pocos transeúntes. Era el momento de entrar, antes de que cerrasen las puertas durante la noche y tuviesen vigilancia.
Se puso en pie sobre la rama y miró alrededor mientras estiraba un poco piernas y brazos para desentumecerlos. Todo estaba muy tranquilo, ni siquiera corría un poco de aire, «y eso que me acaba de despertar una brisa fría, cualquiera lo diría», pensó. Había algunas nubes, lo que hacía que la oscuridad fuera más pronunciada de lo usual a aquellas horas, pero no parecía que pudiese romper a llover. Echó un último vistazo a la muralla y comenzó a descender con cuidado.
A pesar de que a medida que se acercaba al suelo la oscuridad era mayor y veía con menos nitidez el descenso no le estaba resultando complicado. Además, el hecho de que tras haber quemado las cuartillas en su ahora liviano macuto no quedase casi nada aparte de un poco de carne de conejo hacía que fuese más fácil la bajada. Cuando todavía más de tres metros la separaban del suelo ocurrió algo que la hizo detenerse.
Quizás fuese por la falta de luz, quizás debido al poco peso del macuto; la cuestión es que éste se enganchó entre el ramaje sin que Mei se percatase. A medida que descendía fue quedando el alto, de manera que se volteó y dejó caer todo su contenido, en su mayoría lo que aún quedaba del conejo asado. Pero la carne ni siguiera llegó al suelo; de la oscuridad surgieron dos extrañas criaturas que la atraparon en el aire y se la disputaron con ferocidad hasta que una de ellas consiguió imponerse y quedarse con la presa, que engulló sin apenas masticar.
Mei se había quedado paralizada mientras sentía el miedo recorrerle la columna como un escalofrío. Se aferró con fuerza al tronco del árbol con la esperanza de que aquellas cosas no la viesen. Sólo eso. No fue capaz de ningún otro movimiento; se quedó ahí, mirando a aquellas criaturas de las que ni siguiera alcanzaba a distinguir la silueta, parecía como si un halo de oscuridad las envolviese.
Sólo albergaba la esperanza de que no la viesen, de que no la oliesen. De pronto una de ellas gruñó y ambas alzaron la cabeza. Sus brillantes ojos, que traspasaban incluso la oscuridad que las rodeaba, la miraron. Entonces lo supo, no estaban ahí por casualidad, habían venido a por ella.

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