Corrió durante un buen rato, buscando los callejones más oscuros y las calles más angostas en su huida. Ella los conocía bien, pero el soldado no, y confiaba en poder dejarlo atrás de aquella forma. Y resultaba, cada vez oía los pasos más lejos. Aunque debido al hambre y al cansancio de la carrera ya más andaba que corría, llegó a las afueras del pueblo habiendo despistado a su perseguidor. Paró un momento a recuperar el aliento.
Ante ella tenía pocas opciones, o se adentraba de nuevo entre las callejuelas asumiendo el riesgo de poder encontrarse al furioso soldado tras cada esquina; o se internaba en el bosque, donde sin duda sería más difícil que la encontrase de nuevo. No le gustaba mucho la idea, pero era la mejor alternativa, así que, con paso firme, se dirigió hacia el bosque.
Justo en ese momento se percató de que estaba resguardada bajo la sombra de una de las atalayas de la guardia. En condiciones normales solía haber uno o dos soldados vigilando desde ella, pero aquella noche estaba oscura y abandonada. Miró alrededor para asegurarse de que no había nadie observando y comenzó a ascender por la escalera. Una vez arriba se sentó de espaldas al lateral más alejado de la escalera, para que no se la pudiese ver desde abajo. A pesar de los nervios estaba demasiado cansada como para permanecer alerta; a los pocos minutos se quedó dormida.
Lo que pareció ser un crujido de madera seca la despertó con brusquedad. A pesar de la sorpresa y de que después de despertarse tardó unos segundos en volver a la realidad consiguió permanecer quieta y aplicar el oído. El más completo silencio, parecía que no era nada; llevándose la mano al pecho suspiró aliviada.
Pero de pronto se escuchó otro crujido, ahora mucho más nítido. Y otro más. Alguien estaba subiendo por la escalera. Alguien que cada vez estaba más cerca. Alguien cuya respiración acelerada se asemejaba al bramido de una bestia furiosa. No sabía qué hacer, no podía huir, no podía esconderse, sólo podía esperar. Al final ese alguien asomó.
Estaba allí, de pie frente a ella, con los ojos inyectados en sangre y los dientes apretados con furia. La había encontrado.
—¡Maldita! —soltó casi con un gruñido—. Creías que podías burlarte de mi y salir corriendo sin más, ¿verdad? Pues ahora te vas a enterar, vas a ver lo que les ocurre a las perras como tú que osan rechazarme.
Mei estaba inmóvil, paralizada por el miedo. Sólo podía ver cómo el soldado comenzaba a reír a carcajadas mientras extraía del cinto un cuchillo enorme y lo alzaba contra ella. Parecía una mera espectadora de su propia muerte. Sólo mirando, encogida en el suelo, mientras ésta venía a buscarla.
Entonces, cuando parecía que iba a asestar el golpe, la risa del soldado se ahogó en un apagado gorgoteo mientras soltaba el cuchillo y comenzaba a tambalearse. Instantes después se desplomaba en el suelo con una flecha atravesando su garganta.
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