A su espalda se escuchaba aún el chirriar oxidado del cerrojo con el que los guardias cerraban la portezuela por la que acababan de pasar. Frente a ella se veía lo que debía ser la calle principal de la ciudad, iluminada con abundantes antorchas y candiles dispuestos cada pocos metros en las puertas de las casas. A los lados infinidad de calles semialumbradas y callejones oscuros y solitarios. Junto a ella permanecía inmóvil su breve compañera de viaje, esperando con paciencia a que ella observase alrededor.
—Bueno muchacha, supongo que nunca antes has estado en la ciudad. Tienes la cara de un niño la primera vez que ve una torta de azúcar.
Mei siguió observando unos instantes, pensando que estaba ante su futuro hogar, donde volvería a forjar su camino.
—He estado en muchas ciudades antes de ahora, no tan grandes como ésta evidentemente, pero no es la primera vez que veo una torta de azúcar. —Esbozó una leve sonrisa que tras un instante se transformó en una mueca, se había dado cuenta de la referencia de la anciana a su rostro.
—No te preocupes hija, esta vieja ya aprendió hace tiempo que lo importante no son los rasgos del rostro, sino los del corazón. Por desgracia no todos en la capital —hizo un leve gesto hacia los guardias que estaban detrás de ellas— piensan igual. Sígueme, te llevaré a un lugar seguro.
Sin preguntar comenzó a seguirla, primero por la calle principal y luego por infinidad de callejuelas y callejones. A medida que se adentraban en la zona en apariencia más oscura y solitaria de la ciudad se empezaba a ver que la tranquilidad que parecía reinar en la misma no era tal. Comenzaron a ver a más gente por las calles, unos vagabundos, otros meros transeúntes que salían de alguna de las tabernas que luego encontraron; aquella parte de la urbe brillaba con vida propia.
Después, tras haber dejado atrás el bullicio, llegaron a una pequeña plazuela rodeada de casas antiguas y descuidadas; era evidente que estaban en la parte pobre de la ciudad. Precisamente la anciana la llevó hasta una de esas casas y, tras abrir la puerta, la invitó a entrar.
—Pasa, pero no hagas mucho ruido, es tarde y mis niños están dormidos ahora. Te ofrecería algo de comer, pero por desgracia no dispongo de nada; al menos permíteme ofrecerte un sitio donde dormir.
—Muchas gracias —respondió Mei, alegre tras entrar y quitarse la capa; no había sido común en su vida recibir ayuda desinteresada de los demás—, no esperaba tener un sitio donde dormir cuando vine a esta ciudad. Y respecto a la comida no es problema, tengo un poco de carne que bastará para nosotras dos.
—Mmm, veo que tras esa capucha se oculta una linda muchacha, además de generosa. Bien, ven por aquí, prepararemos la mesa para una suculenta cena.
Una hora más tarde Mei estaba en un catre que habían improvisado en el trastero de la casa. No tenía ventana, pero una parte de la pared lateral estaba derribada y hacía las veces. Observando el cielo, estrellado tras haberse disipado las nubes de la tarde, se quedó dormida.
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