Dagas gemelas (II)

Cuando llegó a la planta baja la Abuela ya había abierto la puerta y dialogaba con calma; sin embargo el visitante parecía carecer de toda esa tranquilidad. Gracias a que había bajado con rapidez alcanzó a escuchar la conversación casi desde el principio.
—¿Dónde está? —decía en voz alta y a todas luces alterado—. ¿Dónde lo escondes vieja? ¡Hazlo salir o entraré yo mismo a buscarlo!
—Tranquilizaos, no hay nadie escondido en esta casa, no sé a quién estáis buscando —respondió la Abuela intentando controlar la situación, aunque sin mucho éxito.
—¡Si no me traes aquí a ese ladronzuelo ahora tendré que encargarme yo mismo de traerlo a rastras, y te aseguro que va a ser mucho peor para ti y tus criajos! —continuaba alzando cada vez más el tono.
Mei aún no conocía la casa a la perfección, pero sí lo suficiente como para recordar que en la entradita de la casa, que daba al salón donde solían comer, también había un trozo de pared derribado. Intentando hacer el mínimo ruido pasó por las habitaciones de los niños en busca de la que podría dar a la entrada. Allí encontró a los críos, escondidos bajo las camas o amedrentados en un rincón, como si supieran exactamente quién era el extraño y le tuviesen miedo; parecía que las visitas de aquel tipejo eran más habituales de lo que creía. Al fin, en la última habitación a la que se podía entrar desde el salón, encontró lo que buscaba. Traspasó el hueco y, pegada a la pared, se acercó poco a poco a la puerta. Mientras tanto la discusión iba tomando tintes poco alentadores.
—Pase que porque no sois más que unos muertos de hambre y sólo vendes flores marchitas os perdonemos el impuesto que nos pertenece por derecho por comerciar en nuestro barrio. Pase que haya permitido hasta ahora que esa sucia sabandija deambule por el mercado robando lo que nos pertenece. ¡Pero lo que no voy a permitir es que venga a robarme a mí mismo! —el enfado era cada vez mayor—. ¡O me devuelve ahora mismo lo que me pertenece o te juro que entro y le rebano el cuello a cada uno de los mocosos andrajosos esos que tienes!
—¡No no, por lo que más queráis! Pagaré lo que haga falta, haré lo que queráis, pero a mis niños no les hagáis daño, ¡os lo suplico!
En ese momento Evven apareció corriendo desde el salón, llevando en la mano lo que parecía una insignia dorada con forma elíptica, y se arrodilló al lado de la anciana con las manos en alto.
—Tomad, esto es lo que buscáis —mientras hablaba las lágrimas brotaban de sus ojos a borbotones—. No sabía que era vuestro; lo vi en el suelo y pensé que podría ayudarnos a comer durante mucho tiempo, pero os juro que no sabía que era vuestro. Por favor, no le hagáis daño a mis hermanos.
Tras un desagradable gruñido el extraño arrebató el emblema de las manos del niño y lo guardó. Evven hizo intento de levantarse para irse, pero de pronto una fuerte mano le agarró por la muñeca.
—Alto muchacho, ¿o creías que todo iba a ser tan fácil? Has intentado robarme, y eso lo vas a pagar —esbozando una maliciosa sonrisa desenvainó la espada que llevaba al cinto.

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