Dagas gemelas (V)

Tras llevar a la Abuela al salón y dejarla con los niños Mei había preferido subir a su habitación. A pesar de haberse sentido bastante convencida y segura durante lo ocurrido al sentarse en la cama le temblaban las piernas. En muchas ocasiones se había visto envuelta en problemas, se había escabullido docenas de veces de perseguidores que intentaban echarle el guante por una u otra razón; pero nunca la vida de nadie había dependido de ella. Se volvió a levantar y, luego de salir con cuidado de que nadie la viese al tejado para cerciorarse de que ninguno de los tipos de antes estaba cerca, caminó por la habitación hasta recobrar la calma.
Minutos después se encontraba de nuevo observando las dagas. Había vuelto a poner sobre la cama los trozos intentando unirlos para formar los filos, aunque no conseguía encajarlos. Ni los cuatro trozos de una de ellas ni los tres de la otra parecían ser suficientes para componer las armas al completo. ¿De qué le serviría tener varios trozos oxidados de unos puñales?, no lo entendía. Además, tampoco era capaz de interpretar los símbolos grabados en el metal; algunos estaban desgastados o deteriorados por el óxido, a otros simplemente no les encontraba significado.
Seguía aún absorta observando los trozos de acero e intentando averiguar el motivo de todo aquello cuando unos golpes en la puerta la devolvieron a la realidad.
—¿Puedo pasar? —dijo la Abuela desde el otro lado.
—Claro, al fin y al cabo estamos en tu casa, ¿cómo no ibas a poder pasar? —contestó Mei al tiempo que cubría las dagas.
Tras abrir la Abuela entró y se sentó a los pies de la cama. Observó que justo a su lado una capa ocultaba algo, pero prefirió no preguntar.
—Quería darte las gracias por lo que has hecho —dijo—. Hasta ahora había conseguido lidiar con ellos; pero me temo que esta vez se me ha ido de las manos. Y lo que más lamento es que te haya pillado de por medio; aunque de no ser por ti no sé lo que hubiera pasado.
—Estoy acostumbrada a no contar con muchos amigos y vosotros sois los únicos que me habéis tratado como tal aquí, me correspondía hacer algo —respondió Mei en tono conciliador—. Ve abajo con los niños, seguro que te necesitan mucho más que yo.
—Gracias de nuevo Mei, has hecho algo por nosotros que no olvidaré nunca. Considera esta como tu casa, y a nosotros como a tu familia. Ya sé que la vida no te ha tratado bien y puede que te cueste, pero confía en nosotros, no te fallaremos.
Se levantó de la cama y salió con lentitud de la habitación mientras Mei la observaba pensativamente. Cuando se alejaba ya pasillo adelante por fin se decidió:
—Espera, hay algo que me preocupa... Tengo que encontrar a alguien.
Fin del capítulo cuarto. Volver al índice >>

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