Aquellas palabras la habían dejado de piedra; Yamiko no le había hablado nunca de ninguna parentela aparte de su padre. Durante su feliz infancia Kiria y Less habían sido para ella el resto de su familia y, aunque después de lo ocurrido se preguntó a veces si tendría algún otro pariente real, al final había aceptado estar sola. Ahora, cuando menos lo esperaba, descubría a dos desconocidos que podrían compartir su misma sangre.
Allí, apoyado en la puerta, el anciano permanecía intrigado a la espera de una respuesta. Leinna lo seguía agarrando con cara de preocupación; no quería frustrar sus ilusiones pero, aunque su padre aún conservaba la esperanza, sabía que su hermana no iba a volver.
—No es más que una joven que se habrá confundido, padre —dijo al tiempo que, tirando del brazo del viejo, lo obligaba a girarse hacia dentro de la casa—; Yamiko nunca volverá, ya lo sabes, se marchó para no regresar.
Estaban a punto de cerrar la puerta cuando Mei reaccionó.
—Es cierto, Yamiko se fue hace mucho tiempo; murió hace diez años en extrañas circunstancias —notó cómo un nudo se formaba en su garganta—. Lamento ser yo quien os dé la noticia.
—¿Y quién eres tú para hacer tal afirmación? —apremió Leinna tras volverse de repente—. Y, ¿cómo sabes eso?, suponiendo que sea cierto.
—Soy Mei —dijo tras descubrirse el rostro—, su hija.
Si la sorpresa de Mei al escuchar hablar de su madre había sido grande mayor lo fue la de Leinna, que al mirarle el rostro había visto el vivo reflejo de su hermana Yamiko. Y mayor aún fue la de su padre, que se hubiese desplomado de no ser porque Mei se percató y entre las dos consiguieron sujetarlo.
—Ayúdame a sentarlo ahí —dijo Leinna dejando un poco de lado las últimas palabras vertidas y señalando una vieja butaca que había cerca de la puerta.
Tras acomodarlo Leinna se acercó a un pilón que había al otro lado de la estancia y le trajo un poco de agua en un cuenco, luego cerró la puerta a la calle. Mei, mientras tanto, pudo observar que la habitación que tenía ante ella era gran parte de la casa; sólo había otra más, donde se podían ver un par de futones. Únicamente una pequeña mesa y varios trastos que hacían las veces de sillas ocupaban el centro de la sala. El resto, aparte de la butaca, eran algunos muebles viejos y los utensilios más indispensables de uso cotidiano. Se evidenciaba sobremanera la pobreza de los konomi.
Luego de un par de sorbos de agua y varios minutos de reposo el color pareció volver a las hasta momentos antes pálidas mejillas del anciano. Leinna estaba a todas luces más tranquila al ver que su padre se encontraba bien.
—Padre, ¿te sientes mejor? —le preguntó.
—Sí hija, sólo ha sido por la emoción, no te preocupes.
—Siendo haber sido tan brusca —dijo Mei sintiéndose un poco culpable por la situación—; todo esto ha sido una sorpresa también para mí y... quizá no debería haberlo dicho así.
—En realidad, aunque no queríamos verlo, sabíamos que Yamiko... —en ese momento el anciano vaciló—; bueno, no nos quedaba ya casi ninguna esperanza de que siguiera viva. Pero nunca nos imaginamos que tuviera una hija.
—No sé qué decir —reconoció Mei tras unos segundos de duda.
—Pues creo que tenemos mucho de lo que hablar —dijo el anciano ya aparentemente repuesto—. Leinna, prepara un poco más de cena; esta noche tendremos compañía.
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