El viejo Hottai (IV)

—Bueno, creo que será conveniente empezar por el principio —dijo el anciano al terminar la que había resultado ser una escasa cena—. Aunque siempre la he considerado como tal, en realidad Yamiko no era mi hija.
—Eran unos malos años de hambre y enfermedades —continuó tras una breve pausa—. Mina, mi esposa, y nuestro primer hijo habían caído enfermos con la fiebre negra durante uno de los peores inviernos que recuerdo. Mina consiguió sobrevivir; pero el pequeño, de apenas dos años, sólo tuvo fuerzas para luchar durante un par de semanas, luego murió.
—Nuestra existencia en aquel momento no tenía sentido —el amargo recuerdo le había obligado a hacer una interrupción en el relato—; habíamos perdido lo más importante que teníamos en la vida. El tiempo, que todo lo cura, sólo nos traía más dolor, era imposible continuar. Para luchar en el día a día y seguir adelante necesitamos algo que nos impulse a hacerlo, y lo habíamos perdido.
—Entonces, cuando ya ni nos preocupábamos por comer, cuando ya nada nos importaba, cuando la amenaza mortal de la fiebre estaba a punto de volver a visitarnos, alguien golpeó la puerta en mitad de la noche.
—Ni siquiera fuimos a abrir, pero entonces comenzaron a oírse unos llantos. En una pequeña cesta en el suelo, cubierta poco más que por una manta, había una niña: tu madre.
—Esa pequeña nos cambió la vida. Nunca supimos quién la había traído a esta casa, pero fue el mayor regalo que nadie jamás nos había hecho. Llenó el hueco que había dejado la muerte de nuestro hijo y, aunque no hizo que olvidáramos lo ocurrido, sí nos permitió dejarlo atrás.
—Pasaron los años y la vida nos dio otro duro golpe; Mina murió al dar a luz a Leinna —dijo agarrando la mano de su hija—. Yamiko, a pesar de ser aún poco más que una niña, fue para ella como una madre. Gracias a ella de nuevo esta familia siguió adelante, con su alegría y su cariño me devolvió la ilusión perdida por la muerte de mi esposa; volvió a ser un regalo de los cielos.
—Pero de pronto un día todo empezó a cambiar. Yamiko se fue volviendo poco a poco más solitaria, más apática. Su alegría y su vitalidad se fueron diluyendo sin motivo aparente y, lo que era peor, sin remedio.
—Intenté acercarme a ella —continuó tras un sorbo de agua—, pero fue demasiado tarde. Se había encerrado en sí misma y no quería compartir nada con nadie; ni siquiera mostraba un poco de cariño hacia su hermana, por la que antes tanto se había preocupado.
—Comenzó a meterse en problemas cada vez con más frecuencia. Volvía a altas horas de la noche o se marchaba por la mañana temprano sin dar explicaciones. Aparecía a veces con ropas o caprichos que no nos podíamos permitir y no quería decir cómo los había conseguido. Se fue alejando de nosotros poco a poco.
—Cada vez con más frecuencia gente con aspecto siniestro venía a buscarla, pero nunca decían para qué. Cuando no la encontraban se marchaban sin más; cuando estaba, muchas veces ella se iba para no volver en varios días.
—Y así, un día, se fue sin más.

No hay comentarios :

Publicar un comentario