El viejo Hottai (V)

—Durante trece años no supimos nada de ella, durante trece años la consideré perdida. Entonces, un día, volvió.
El anciano se acomodó un poco en la butaca; sin duda los achaques de la edad le hacían incluso incómodo estar sentado en el mullido asiento. Luego continuó.
—Era la Yamiko dulce y alegre de su infancia, aunque algo más apagada. Una carga pesaba en su espíritu, pero se esforzaba por ocultarlo y nunca llegamos a averiguar qué le había sucedido.
—Ni Leinna, ya una mujer, ni yo preguntamos; ni ella dijo nada. Todo volvió a ser como lo había sido, nadie miraba hacia atrás, a nadie le importaba ya lo ocurrido.
—A pesar de todo, desde que llegó tuve la certeza de que no había venido para quedarse, y así fue. Apenas habían pasado tres meses cuando nos dejó otra vez.
Se interrumpió unos segundos de nuevo para volver a cambiar de posición en el asiento. El monólogo se había alargado y el cansancio se hacía patente en su rostro.
—Pero esta vez se despidió —continuó—. Una noche, sentados aquí mismo, nos dijo que tenía que marcharse porque de quedarse con nosotros todos correríamos peligro, no quiso decirnos nada más. Ya era lo bastante adulta como para elegir su camino, así que no pude hacer nada por evitar que se marchara. Al menos no se fue a escondidas como la primera vez, sino que pudimos despedirnos de ella.
—Antes de irse sacó unos viejos cuchillos de entre sus pertenencias, los partió en varios trozos y nos dejó la mitad de estos como muestra de su cariño.
El ceño de Mei se frunció interrogante; no había entendido el gesto de las dagas. Antes de que pudiera formular la pregunta el viejo contestó como si hubiese visto su rostro.
—Supongo que no lo entenderás. En el pasado, cuando nuestro pueblo era grande, los guerreros konomi consideraban sus armas como parte de su propia alma. No sé por qué lo hizo, pero significó mucho para mí; y esos trozos de metal son precisamente los que traes.
—No fue un adiós para siempre; aunque cada mucho y sólo durante unos días, volvía a vernos. Nos contaba que se encontraba bien, incluso que era aceptada por todos allá donde vivía.
—Siguió guardando sus secretos, como siempre había hecho. Algunas cosas nunca cambian por mucho tiempo que pase; pero parecía feliz, y eso bastaba.
—En cada visita nos advertía que podía ser la última, que no sabía si iba a poder volver a vernos.
Hizo una breve pausa en la que no pudo contener un suspiro de tristeza.
—Hace ya más de diez años que la vi por última vez. Vino un día en el que Leinna estaba fuera, llegó por la mañana y se marchó al atardecer. Estaba muy intranquila, dijo que tenía un mal presentimiento y que era mejor que se fuese.
—Por la noche irrumpieron aquí unos extraños que la buscaban. Ni la encontraron ni consiguieron que les dijera nada; pero a cambio me dejaron un amargo recuerdo.
Y deshaciendo el vendaje que le cubría parte del rostro mostró las cicatrices que recorrían las cuencas vacías de sus ojos.

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