El legado

Se despertó sobresaltada y aturdida. No recordaba qué, pero tenía la certeza de que había soñado algo. Y, precisamente, no algo tranquilo y placentero; casi con toda seguridad de nuevo una de esas pesadillas. No le había vuelto a asaltar ninguna desde la noche antes de entrar en la ciudad, incluso estaba empezando a albergar la esperanza de haberse librado de ellas; tendría que hacerse a la idea de que no.
Como el cubo de agua fría que despierta al magullado reo en medio de un cruel interrogatorio, un pinchazo la devolvió a la realidad. De forma inconsciente había intentado incorporarse a causa del brusco despertar; aunque instantes después, mientras se despejaban sus sentidos y la devolvían a la oscuridad de la noche, había vuelto a caer de espaldas, tendida como estaba en una mullida superficie.
Le dolían con punción la cabeza y el hombro derecho, tenía el brazo entumecido y apenas lo podía mover, se sentía bastante débil y algo desorientada; pero al menos seguía con vida, que era más de lo que podía haber esperado si la hubiesen capturado de nuevo. Estaba en su propia cama; no sabía cómo había llegado allí. Al pensarlo se percató de que sus últimos recuerdos eran algo borrosos. A duras penas los hiló hasta llegar a cuando intentaba subirse al tejado, momento en el que resbaló y...
—Veo que has despertado, antes de lo que esperaba. Has heredado la fuerza de tu madre.
La voz, que no tardó en identificar como la de Crisannia, procedía del tejado. Miró hacia la abertura en el muro y, efectivamente, tapando la luz de una noche que iba ya acercándose a su fin, estaba la esquiva y extraña amiga de su madre. Se sorprendió de no haberse percatado antes de su presencia; hubiera jurado haber mirado ya hacia allí.
—¿Crisannia? —preguntó tras unos segundos de estupor.
—La misma —respondió la voz familiar con tranquilidad—. ¿Cómo te encuentras muchacha?, me tenías preocupada. ¿Qué es lo que te ha pasado?
—Un pequeño percance —respondió Mei después de pensarlo con detenimiento. No le gustaba poner en conocimiento de nadie sus propios asuntos y, aunque creía poder confiar en Crisannia, decidió no darle importancia a lo ocurrido ni relatarle nada más de lo necesario—. Unos viejos amigos con los que tenía una cuenta pendiente; no se la han tomado demasiado bien.
Con pasos calmados Crisannia entró en la habitación y se acercó a la cama, siempre de espaldas a la luz de la luna.
—Pues sí que tienen malos humos esos amigos tuyos, incluso usan dagas envenenadas —dijo con una mordaz sonrisa que Mei habría vislumbrado con claridad de poder verle la cara.
Aun así no le pasó desapercibido el tono sarcástico de la frase. Iba a responder con una evasiva, pero Crisannia se le adelantó.
—No es necesario que me cuentes lo ocurrido, supongo que ya eres lo bastante mayor como para afrontar tus problemas como creas conveniente. Pero déjame hacerte una advertencia: antes o después otros vendrán a buscarte, y no por cuentas pendientes —agudizó el tono en estas palabras—, sino por quién eres. Y entonces necesitarás ayuda.

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