Se acercaba el atardecer de un nuevo día y, como ya era rutina, Tokei y Bungar cabalgaban en la delantera de la comitiva. Como también era ya habitual habían estado manteniendo hasta pocos minutos antes una recurrente charla acerca de la existencia o no de la magia; la explicación, para Bungar, de los extraños sucesos que habían presenciado; o la proveniencia de aquellas criaturas. Como de costumbre no habían llegado a nada.
—¿Cómo está la pequeña? —preguntó Bungar tras unos minutos de silencio.
—Supongo que igual —contestó Tokei con resignación—. Sigue comiendo muy poco, aún no ha dicho ni una palabra y cada vez está más pálida.
—Perder a tu madre y hermanos es duro para cualquiera, pero de esa forma... demasiado para una niña.
La niña de la que hablaban no era otra que la pequeña a la que Tokei había salvado en Sanqua; la que había visto morir brutalmente a sus dos hermanos y a su madre; la que se había interpuesto cuando Tokei perdía el control de sí mismo. Tras recuperar la conciencia en el campamento y, después de que los ánimos se calmasen por lo ocurrido en la tienda, la volvió a encontrar. Bungar no había querido abandonarla a su suerte y la había llevado con ellos.
—A pesar de que, por desgracia, no está sirviendo de mucho, tengo que darte las gracias por los cuidados que tu gente le está dedicando Bungar.
—No es necesario agradecer que hagamos lo que esté en nuestra mano por una niña desamparada; además, no entiendo por qué tienes que agradecernos nada.
—Bueno, en cierta forma me siento responsable de lo que le ocurra. La salvé a ella, pero no pude salvar a su familia.
—No te culpes por ello, hiciste lo que pudiste. Si no hubiese sido por ti estaría muerta.
—En unos días llegaremos a Ranavva —continuó Bungar—. Allí la dejaremos con una buena familia que sabrá cuidarla bien.
—Si tenemos la suerte de encontrarla, claro.
—No te preocupes, conozco a una donde la acogerán con agrado. A menos que tengas algo que objetar, por supuesto.
—No, creo que es lo mejor que podríamos hacer. Una compañía de soldados no es lugar para una niña pequeña, y yo no podría hacerme cargo de ella.
—Pues entonces, así será.
Durante varias horas más ambos jinetes continuaron liderando la comitiva hasta que, al ascender a lo alto de una colina, divisaron, en la ya casi oscuridad de la noche, su destino. Ranavva se encontraba a un día escaso de camino, pero desde allí el sendero descendía atravesando de nuevo un gran bosque, en el que se internarían al día siguiente. Establecieron el campamento con más parsimonia de lo habitual, sabedores de que el viaje llegaría pronto a su fin. También, por ello, la cena no fue tan copiosa como en otras ocasiones, las provisiones comenzaban a escasear. Al final todos se retiraron con mayor prontitud de lo acostumbrado a sus tiendas de campaña; el cansancio del viaje se hacía notar.
Tokei también lo hizo, pero no para descansar; aquella noche tendría que meditar sobre lo que Crisannia le había pedido que hiciera.
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