Campamento base

Habían llegado a la capital ya entrada la noche. Durante las últimas horas de camino habían aminorado el paso, como queriendo retrasar el fin del viaje, y habían alcanzado la entrada más tarde de lo previsto. Las puertas de la ciudad estaban ya cerradas pero, a pesar de su elevado número, no habían tenido problemas para entrar. Bungar conocía bien a los guardias y estos no pusieron impedimento alguno en dejarlos pasar; ni siquiera había tenido que mostrarles la misiva del Emperador.
Buena parte de la compañía se había dispersado por la ciudad, no en vano muchos eran naturales de la capital del Imperio o sus alrededores y tenían familiares o amigos a los que visitar. Bungar, Izzan, Tokei y apenas una docena de hombres más se adentraban con paso calmado en los suburbios de la ciudad.
—Entonces Bungar —preguntó Izzan—, ¿cuál es el plan?
Bungar se sonrió; comprobaba que Izzan seguía tan impaciente como siempre. Con un gesto lo instó a que esperara unos minutos mientras los conducía a su destino.
No tardaron mucho en llegar al final del trayecto, una plazuela bastante amplia rodeada por casas viejas y, en algunos casos, semiderruidas. Estaban en la parte más pobre de la ciudad, y buena fe de ello daban los mendigos que habían encontrado a su paso y los que se refugiaban de la luz de los candiles en las callejuelas aledañas a la plaza.
—Aquí nos quedaremos —dijo Bungar por fin—. Esta es la zona más pobre de la ciudad, ¡seguro que no tardamos mucho en cazar alguna rata!
Entre risas apaciguadas por la prudencia y alguna que otra carcajada más sonora comenzaron a aliviar a los caballos del peso de sus alforjas.
A pesar de las bromas todos eran conscientes del riesgo que correrían allí. Meses atrás, cuando la Compañía deambulaba por la Costa Azul tras algunas refriegas con unos nómadas poco amistosos que se habían adentrado desde fuera de los límites del Imperio, un mensajero llegó con orden expresa de hablar con Bungar. Traía una misiva urgente del Emperador, al que Bungar había servido durante años, que lo instaba a retornar a su servicio; le pedía que tanto él como su Compañía volvieran a la capital.
Las grandes ciudades siempre habían sido el lugar perfecto para ladronzuelos de poca monta, alborotadores en busca de problemas y demás baja calaña; y Ranavva no era una excepción. Pero en la capital del Imperio hacía algún tiempo que los pequeños robos habían empezado a convertirse en emboscadas en medio de la noche, las pequeñas disputas en palizas y las desavenencias en asesinatos. Una especie de banda criminal se estaba adueñando de las calles mientras la guardia de la ciudad no podía hacer nada por evitarlo; controlaban los barrios bajos, se movían por los callejones y se escurrían por las cloacas mientras los soldados no eran capaces de seguir su rastro.
En la hoguera recién encendida ardía una misiva, la cera del sello imperial se derretía mientras Bungar miraba fijamente la llama. El campamento estaba levantado, la trampa estaba tendida; sólo había que esperar a que el ratón olisqueara el queso.

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