Una más en la familia (III)

Tenía planeado hacer una visita aquella tarde a su abuelo y a su tía, pero al final había decidido dejarla para el día siguiente. Después de lo dicho por la Abuela sobre la cena simplemente había pensado en salir unas horas antes para volver a tiempo; sin embargo al subir de nuevo a la habitación y ver a la pequeña dormida con tanta placidez en su cama había decidido que era mejor quedarse. Ya hacía un rato que había despertado, aunque no había bajado de la cama. Estaba mordisqueando un pedazo de pastel de boniato que había hecho la Abuela la tarde anterior, sentada con las piernas colgando mientras la observaba. Ella estaba a su vez también sentada, cerca de la entrada de luz, dando forma con lentitud a lo que serían los pies de la muñeca de madera.
Los pies, como el resto de la muñeca, iban surgiendo poco a poco con cada corte de una de las dagas que Crisannia le había dejado tras comprobar que se encontraba bien después de que la hubiesen herido. Eran unas dagas poco comunes: hoja corta aunque ancha, de un negro brillante que en ocasiones destellaba en púrpura; un pequeño guardamanos y un mango que se adaptaba a su mano a la perfección. Aun así las dagas no eran lo único que contenía el paquete de Crisannia. Lo completaban un par de anchos brazales que por la parte exterior le cubrían casi por completo el antebrazo y por la interior tenían un ingenioso agarre para las dagas. El conjunto, combinado con la vestimenta adecuada, le permitía llevar ocultas las cuchillas y sacarlas con un movimiento preciso. Sin duda esas sí habían sido las verdaderas dagas de su madre.
Poco a poco, mientras la luz de la tarde se iba extinguiendo y caía la oscuridad de la noche, los pies de la muñeca fueron cobrando forma. También lo hizo con más detalle el vestido que llevaba, y se perfilaron sus redondos pómulos. Estos hasta tomaron un color sonrojado gracias a unas raíces de remolacha. Cuando por fin hubo terminado las sombras se alargaban hasta fundirse unas con otras y una apagada luz de luna comenzaba a colarse por la pared. Se levantó, encendió el candil que tenía sobre el arcón y se acercó a la cama.
Tras sentarse le mostró la muñeca a la pequeña, que la observaba con ojos vivos y ansiosos, incluso ilusionados; por fin algo en aquella mirada que recordase que pertenecía a una niña. Hizo ademán de cogerla, pero Mei la retiró.
—Te la regalo si me dices tu nombre —dijo con una sonrisa.
La pequeña dudó durante unos instantes, y luego empezó a encogerse temerosa sobre sí misma. Mei se arrepintió de la jugada.
Una voz desde el salón alteró los acontecimientos.
—Mei —llamaba la Abuela—, bajad, la cena está lista y los invitados han llegado.
—Ahora mismo vamos.
Instintivamente desvió la mirada hacia la puerta, momento en el que notó que la muñeca se desprendía de sus manos. Al volver la vista la vio en las manos de la sonriente pequeña.
—Mmm, aún no me has dicho tu nombre.
Volvió a dudar, pero esta vez, casi en un susurro respondió.
—Dania.
—Pues bien Dania —dijo Mei tendiéndole una mano—, vayamos a cenar.
Y, tras saltar de la cama, comenzaron a bajar.

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