Sensei

No había sido un recibimiento precisamente efusivo; aunque en realidad tampoco esperaba mucho más, estaba acostumbrada a crear aversión. Al menos la reacción de los dos invitados de la Abuela no había sido de rechazo. El mayor parecía tan sorprendido que ni intentó ocultarlo hasta que su compañero le propinó un codazo; el otro la miraba con una extraña mezcla tal de desconfianza y disimulo que no alcanzaba a saber qué opinión le merecía.
Se había hecho el silencio y sentía todas las miradas puestas sobre ella. Durante un momento de indecisión se quedó parada, hasta que la Abuela acudió en su ayuda.
—Venga Mei, que la comida se enfría. Siéntate aquí a mi lado con la pequeña.
Casi con un suspiro de alivio se acercó a la mesa llevando a la pequeña y, tras sentarse, le indicó la silla que quedaba libre a su lado.
—Vamos Dania, ponte aquí conmigo.
Dania se sentó, no sin antes dejar la muñeca de madera sobre la mesa, y sonrió.
Volvió a Mei la incomodidad de sentir varias miradas sobre sí misma y, tras unos instantes, intervino de nuevo la Abuela.
—Ya veis —sonrió—, esta es nuestra Mei.
Y al ver que los niños eran los únicos que comenzaban a romper el silencio con sus juegos y bromas procedió a las presentaciones.
—Este grandullón torpe es Bungar —recalcó el apelativo, para ella tampoco había pasado desapercibida la poca falta de tacto de éste—, y su compañero es Tokei. Son buenas personas, eso lo sé a ciencia cierta; es lo único necesario para estar en esta casa, no importa nada más. ¿Verdad Bungar?
—Por supuesto —se apresuró a confirmar para aclarar que su estupefacción anterior se debía a la sorpresa y no al desagrado.
—Bien, pues ya que estás tan dispuesto empieza a servir la cena, ¿o vas a esperar que se enfríe?
En cuestión de minutos el ambiente era más relajado y todos cenaban con tranquilidad; los pequeños saboreando la carne más deliciosa que habían probado en semanas y los mayores intentando adivinar cómo Mei había logrado que el comportamiento de Dania, como parecía que se llamaba, cambiara tan repentinamente. La pequeña parecía no querer despegarse de Mei pero, aparte de que su apetito había aumentado bastante, prestaba atención a los otros niños; hasta en ocasiones esbozaba una sonrisa. Una muñeca tallada en madera también estaba a su lado, y parecía compartir cada uno de sus movimientos y gestos; ninguno sabía de dónde había salido, sin duda Mei también tendría algo que ver.
Conforme la noche fue transcurriendo uno a uno los pequeños se fueron a dormir, los mayores por su propio pie y los más pequeños de la mano de la Abuela, que los acompañaba hasta que se adormecían. La última en caer rendida fue la pequeña Dania. Mei la llevó a su propia cama, no habían tenido tiempo de preparar ninguna otra, y volvió al salón en cuanto el sueño la venció. Al bajar, como suponía, todas las miradas la esperaban; y también alguna que otra pregunta. La Abuela fue la primera en hacerla.
—¿Cómo lo has conseguido?

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