Sensei (II)

Mei salió a la plaza poco después de amanecer. Aún estaba somnolienta, no había dormido ni mucho ni lo bastante bien aquella noche, pero no podía faltar a su cita. Se cerró la capa y se ciñó la capucha, como solía hacer cada vez que salía a la luz del día, y miró alrededor. Era poco el tiempo que llevaban allí los mercenarios, apenas un par de semanas, pero el aspecto de la plaza había cambiado de forma radical: las tiendas circundaban casi todo el perímetro, ocupadas por más soldados de los que llegaron la primera noche, y una gran lona cubría toda la parte central. Los comerciantes, viajeros y transeúntes que antes llenaban la plaza se habían viso relegados a las callejuelas aledañas, pero no parecía importarles; el ambiente en la plaza era mucho más pacífico y seguro desde que estaban allí, y poco más ajetreado.
Mei, pasando por la parte más abierta, que se enfrentaba a la casa de la Abuela, se dirigió hacia dentro del campamento. Un par de miradas curiosas vigilaron su avance, pero al ver su destino perdieron toda preocupación.
—Me dijo Bungar que querías verme —dijo cuando estuvo cerca del enigmático compañero del grandullón que dirigía el grupo.
Tokei levantó la vista y le acercó un cuenco con gachas.
—Muy puntual, supongo que no habrás desayunado.
No habían vuelto a cruzar palabras desde la cena en casa de la Abuela días atrás, pero se habían encontrado varias veces desde entonces y en todas ellas se había sentido tan desconcertada por su actitud como aquella noche. Pretendía mostrarse cordial, pero sus ojos lo desmentían; la miraba con recelo, con sospecha. No le gustaba.
—Supongo que me habrás hecho venir hasta aquí afuera para algo más que ofrecerme un cuenco de gachas frías —le espetó al tiempo que cruzaba los brazos.
—Puntual y con carácter, sin duda. Pero relájate, aquí afuera, como dices, estás entre amigos; no importa la curva de tus ojos. Tengo algo que proponerte que creo te interesará, pero primero come algo. Por cierto, no están frías.
A regañadientes Mei se sentó en un tocón de madera y aceptó el cuenco. Lo cierto es que humeaba.
—Y bien, supongo que podrás decirme de qué se trata mientras tanto —insistió Mei a la vez que intentaba enfriar un poco el desayuno. Había dado su brazo a torcer por el momento, pero no se sentía muy cómoda en aquella compañía y cada vez estaba más ansiosa por marcharse.
—Bueno, podría decirse que ha llegado a mis oídos cierto... malentendido que tuviste con alguna chusma del barrio; y también ciertas sospechas de que el golpe que tenías en el brazo era más bien una herida.
Mei entrecerró los ojos por la afirmación y le dirigió una mirada que poca explicación necesitaba.
—No me mires así, ¿o me vas a decir ahora que esperabas que esa dulce ancianita con la que vives se tragase el cuento del resbalón en el tejado?
No tuvo más remedio que resignarse y seguir con su comida.
—Pues dicho esto lo siguiente es bien fácil. Me propongo enseñarte a defenderte.

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