Sólo fueron necesarias un par de semanas para convencer a Mei de que el ofrecimiento de Tokei no había sido ninguna estupidez. Al principio la idea le había parecido absurda, había aceptado sólo a regañadientes, y porque era plenamente consciente de que necesitaba aprender a defenderse. Sobre todo después del asalto en el callejón y los malos augurios que le diera Crisannia la última vez que la viera largo tiempo atrás.
Siempre había sido bastante ágil y rápida, y mucho más resistente de lo que pudiera esperarse por su complexión. Buena parte de ello tenía que agradecérselo a los entrenamientos con su madre, juegos para ella en su temprana edad, en el jardín de los Hollgan, el hogar de su primera infancia. Pero todo eso no le era suficiente para aguantar el ritmo que Tokei le imponía. Acababa exhausta tras cada sesión.
Por su parte Tokei no le había desvelado el porqué de su ofrecimiento, si bien ella tampoco se lo había preguntado. Le bastaba con ver que ponía tanto esfuerzo en enseñarla como ella en dejarse enseñar. A pesar de su carácter independiente y orgulloso aceptaba cada corrección, cada crítica, y Tokei parecía notarlo y perseverar en su tarea. Quizás por su nueva relación maestro-aprendiz, o simplemente porque se iban conociendo cada vez más, Mei percibía que poco a poco en su mirada se había ido diluyendo el tono de sospecha y desconfianza.
Se habían ejercitado cada día mañana y tarde, a primeras horas con poca intensidad y aumentando el ritmo según avanzaba la jornada. En sucesivas sesiones Mei había practicado con distintas armas de madera tomadas del arsenal de entrenamiento de la compañía. Todas le habían parecido pesadas e inmanejables para su fortaleza física, pero Tokei se había empeñado en que lo hicieran así. Al final, a falta de unos cuchillos y aunque le parecía un poco aparatoso había optado por quedarse con un bo, con el que había estado practicando la última semana.
Aquella mañana sin embargo habían descansado. No como concesión, sin embargo, sino como preparación para el adiestramiento de la tarde, que se anunciaba inusual. En la víspera Mei había cometido la imprudencia de querer zafarse de una de las reprimendas de Tokei por su mal manejo del bo alegando un "sin duda me movería con más soltura si estuviese aprendiendo a usar mis dagas". Así que, mientras Mei se mordía la lengua por lo que acababa de decir, Tokei había dado por finalizada la sesión y la había pospuesto para la jornada siguiente, con "sus dagas".
Durante esa misma noche se había reprendido a sí misma por haber mencionado la existencia de las dagas de su madre, pero tras reflexionar había olvidado el asunto. Al fin y al cabo hasta el viajero más patán portaba algún arma para intentar defenderse durante sus viajes. No tenía nada de extraño que ella también tuviese alguna. Sí la había intrigado, ya durante la descansada mañana, el propósito de Tokei al variar la frecuencia normal de los entrenamientos, sobre todo cuando él mismo la había impuesto. Sin duda estaba tramando algo que no le iba a gustar demasiado; no en vano estaba empezando a conocerlo a él y a sus duros métodos de enseñanza. De todas formas pronto lo sabría, ya que la hora se acercaba. Con un solitario encogimiento de hombros abrió la puerta para salir a la plaza que la esperaba.
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