Un oscuro secreto (III)

El malestar que lo había invadido momentos antes parecía estar disipándose, y el mareo que casi le había hecho derrumbarse se estaba diluyendo con rapidez. Sin embargo, estas sensaciones estaban dando paso a un extraño aletargamiento. Su mente parecía estar cada vez más despierta, al acecho de todo lo que ocurriese a su alrededor, pero su cuerpo se adormecía por momentos y sentía cómo cada vez le costaba más hacer el más mínimo movimiento. Tokei lo observaba en silencio desde hacía varios minutos, sentado, inmóvil, con las manos asiendo una caja decorada de apariencia vetusta. No podía dejar de preguntarse qué le habría hecho para llevarlo a ese estado.
—Presta atención —dijo Tokei por fin—, deja de preocuparte y confía en mí.
Bungar intentó contestar, no sabía si con un asentimiento o una imprecación, pero su cuerpo no le respondió.
—Te he puesto unas gotas de elixir en tu jarra, no me preguntes qué es porque no lo sé. Era de mi maestro, y no tuvo tiempo de enseñármelo todo antes de morir —para Bungar no pasó desapercibido cierto deje de pesadumbre en estas palabras—. Pero sé cuál es su efecto: notarás tu cuerpo torpe, rígido; pero también ayudará a que tu mente se despeje y se desprenda del sortilegio, embrujo, veneno o lo que sea que Crisannia haya usado para confundir tu memoria.
En ese momento abrió la caja lacrada y sacó de su interior un trozo de vela muy desgastado, con apenas cera para unos minutos, y un pedernal.
—No sé si te acordarás esta vela, o también la has olvidado; no importa, porque dentro de poco lo habrás recordado todo. Es la que usamos para salvar a Izzan del demonio que lo había infectado, en vuestro campamento, cuando me desperté por mis heridas. Permite ver la verdad que hay en el interior de las personas, o eso es lo que decía mi maestro, como ya habrás adivinado tampoco tuvo tiempo de explicármelo todo acerca de ella. Pero servirá.
Chasqueó el pedernal varias veces hasta que la pequeña mecha prendió en una minúscula llama. Llama que creció al instante de la misma forma que el candil que iluminaba la tienda se apagó y los rodeó la más absoluta oscuridad. Bungar estaba frente a la vela, mirando su tenue fulgor con intensidad, mientras en su mente afloraban retazos de memoria, fragmentos de recuerdo. Algo que estaba escondido en lo más hondo de su subconsciente, no sabía cómo, pugnaba por salir. No era lo único, un dolor punzante comenzó a taladrarle la sien, sentía como si la cabeza estuviera a punto de explotarle, le palpitaba cada vez más fuerte hasta el extremo de que estaba a punto de perder la conciencia.
Entonces Tokei, que se había mantenido fuera del alcance de la llama, se inclinó sobre la misma. Acercó su rostro hasta que quedó iluminado de lleno por su resplandor, marcando tenebrosamente cada una de las líneas de su cara. Y en ese momento Bungar lo vio, vio el rostro de la muerte, el demonio que casi los había matado, el que había herido de gravedad a Izzan. El terror repentino lo llevó a querer levantarse, a intentar saltar... la torpeza lo atenazó y acabó cayendo de espaldas sobre el suelo de la tienda.

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