Amanecer carmesí

Mientras la luz del alba comenzaba a rasgar levemente la oscuridad de la noche, una figura, agazapada en uno de los tejados colindantes, observaba al grupo de mercenarios: Kran. Podría haber hecho que sus hombres les atacaran mientras estos recorrían las calles, aprovechando su mejor conocimiento de escondites y callejones oscuros. Podría haber ordenado algunas emboscadas en momentos propicios para mermar su número. Podría haber caído con todas sus fuerzas y ocupar el campamento mientras se encontraba desprotegido. Pero había preferido esperar a que se volvieran a reunir para rodearlos y atacar. No estaba dispuesto a que ninguno de ellos escapase con vida.
Esbozó una sonrisa. Sabía a sus sicarios dispuestos alrededor de la plaza, ocultos en callejones y casas vacías, sobre los tejados o tras los ventanales. Aquella batalla estaba decidida a su favor incluso antes de empezar.
Tenía que reconocer que aquellos hombres habían sido astutos; habían ocultado sus fuerzas, rastreado el terreno e incluso indagado acerca de sus actividades. Mucho más de lo que cabría esperar de unos simples mercenarios. Pero no les había servido de nada, él siempre había ido un paso por delante y conocía cada uno de sus movimientos. Sin duda algunos de los que estaban abajo en la plaza habrían sido unos buenos soldados bajo su mando, una pena que tuviesen que morir. O no.
Se alzó, al igual que el primer rayo de luz de la mañana, con su arco de cuerno presto en una mano y una flecha recién sacada de su aljaba en la otra. La sombra que proyectaba se extendió veloz por la plazuela y no tardaron mucho los mercenarios en percatarse de su presencia. Antes incluso, uno de ellos caía al suelo con una flecha atravesándole la garganta.
—¡A las armas! ¡Nos atacan! —consiguió gritar otro. Fueron sus últimas palabras antes de sufrir la misma suerte que su compañero.
—¡A por ellos, que ninguno escape con vida! —aulló a su vez Kran a pleno pulmón—. ¡Sangre o gloria!
—¡Sangre o gloria! —fue la respuesta de lo que pareció una infinidad de voces en cada ventana, tejado, portal o callejón alrededor del campamento.
Desde ambos flancos comenzó a caer una lluvia de flechas y virotes sobre los hombres que se encontraban en la plaza. Estos, sorprendidos e indefensos ante el asalto, intentaron refugiarse con rapidez en las tiendas o tras sus escudos; pero para muchos de ellos fue demasiado tarde. En pocos minutos el suelo comenzó a teñirse de rojo. Cadáveres, hombres agonizantes y aquellos que intentaban ayudarlos y no conseguían más que convertirse en víctimas de su necedad. Casi la mitad de los mercenarios pereció entre gritos de auxilio o gemidos de dolor antes de poder encontrar cobijo mientras flechas y virotes restañaban en el aire. Los que consiguieron refugio únicamente pudieron contemplar con desesperación la muerte de sus compañeros.
Por encima de aquella confusión, de aquella orgía de alaridos y muerte, sólo unas carcajadas excitadas, rozando la demencia quizás, alcanzaban a escucharse con claridad: las del artífice de aquella matanza.

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