El ocaso de La Compañía (V)

Mei se abatía al encuentro de la fría y dura piedra, sin ofrecer resistencia alguna, inerte. En ese preciso instante, antes de que ambos se encontraran, unas manos la asieron evitando el golpe: Tokei. La sujetó amablemente, haciendo lo imposible por controlar el temblor que se extendía por su cuerpo. Pero todo era en vano. Aquella flecha, destinada a él, sobresalía del pecho de Mei justo en el corazón. No había esperanza posible, no había nada que pudiera hacer. Sintió cómo la furia invadía su cuerpo y escapaba en forma de alarido.
Desde lo alto del tejado Kran lo había observado todo y gruñía con fastidio. Aquella estúpida se había interpuesto en la trayectoria del disparo, librando a su víctima de una muerte segura. Y, ¿para qué?; sólo había retrasado lo inevitable. Mientras miraba, sin embargo, su parecer cambió. Su mueca de hastío mutó en una sonrisa de satisfacción.
—¡No! —gritó Tokei dejando explotar toda su rabia contenida.
De todos los que estaban en la plaza, mercenarios y bandidos, Mei era la única que no estaba preparada para aquello. Y era su corazón el que había dejado de latir.
—¡Ja ja ja! —se escuchó una risotada.
Como punzado por la más afilada de las espadas Tokei se giró a la búsqueda de su origen.
Allí, en las alturas, Kran daba rienda suelta a su ser más perverso, disfrutando de la ironía de la situación.
—¡Maldito! —le escupió Tokei con todas su fuerzas— ¡Te mataré!
—¿Eso crees? —respondió el aludido cortando sus carcajadas—, pues te deseo suerte. Si consigues sobrevivir, ven a buscarme, porque esto ya se está volviendo aburrido —su gesto volvió a su anterior expresión de hastío y se dirigió a sus hombres—. Muchachos, que no escape nadie con vida, ¡matadlos a todos!
Y, mientras lo rodeaban, Tokei vio cómo aquel ser despreciable saltaba al otro lado del tejado y desaparecía entre sonoras carcajadas.

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