Una ayuda inesperada

A Bungar las fuerzas lo abandonaban poco a poco. Había recibido algunos cortes que, aunque no eran importantes, habían mermado su aguante. Seguía luchando con ímpetu, mas no por él: por los camaradas que continuaban a su lado. Muchos de ellos habían caído heridos, quizás aún no estuviesen muertos, pero no tardarían en estarlo si no conseguía resistir.
Por si no fuese suficiente había podido ver lo ocurrido justo antes de que más adversarios se cruzasen en su camino. Temía lo peor para Mei, y sus impresiones al respecto de Tokei no eran mucho más halagüeñas. Tenía que acudir en su ayuda, pero no sabía cómo.
No era el único preocupado por ellos. Izzan y Thanos, sus dos oficiales y amigos, permanecían cerca y también habían sido testigos de lo sucedido.
—¡Maldita sea! —imprecó Izzan mientras hacía lo posible por no distraerse de la batalla—. Tenemos que ayudar a Tokei.
—¡Repleguémonos! —respondió Thanos a su vez dirigiéndose a todo el grupo—. Tenemos que retroceder hacia el campamento, allí podremos cubrirnos mejor, ¡vamos! —indicó—. Recemos porque Tokei aguante —finalizó dirigiéndose sólo a su compañero.
A Tokei por su parte lo rodeaban varios enemigos, filos en ristre, dispuestos a matarlo en cuanto les plantase cara. Al menos conservaban el suficiente honor como para dejarle despedirse de Mei, que yacía inerte en sus manos. Se alzó portándola en brazos, desafiando con la mirada a sus oponentes. Caminó entre ellos, ninguno trató de impedirlo, y se acercó a los restos del campamento.
De un puntapié volteó una de las mesas usadas como barricada minutos antes. Depositó suavemente sobre ella a Mei y le colocó los brazos flácidos sobre su cuerpo, junto a la flecha que la había llevado a aquel destino. Volvió a posar una mano sobre su pecho, aunque ya sabía que no había ningún latido que sentir no había podido evitar el gesto. De haberle quedado algún atisbo de esperanza, ésta se habría fracturado en mil pedazos: nada.
Escuchaba tras de sí la impaciencia de sus enemigos, quizás ansiosos por darle muerte, quizás ofendidos por su indiferencia hacia ellos. No le importaba.
—Lo siento Mei —le susurró al oído tras arrodillarse a su lado—. No he sabido protegerte, no he sido un buen maestro.
Asió la flecha con fuerza, no podía soportar el dejarla allí clavada, no quería seguir viéndola.
—Tranquila, no te va a doler. Ya no.
De un rápido tirón la extrajo; sin embargo el resultado lo sorprendió enormemente: como si Mei lo hubiera sentido, como si el dolor la hubiese arrancado de las garras de la muerte, un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo.
—¡Mei, Mei! —gritó con asombro, apretando la mano en su pecho, pero sin sentir ningún latido.
—Shh, no me grites al oído —respondió en un susurro quejumbroso.
Entonces una mano asió la suya, y la movió a la parte derecha de su torso. Allí, con vehemencia, el palpitar de un corazón le devolvió la esperanza.

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