Una ayuda inesperada (II)

Estaba viva. Tardó unos segundos salir de su estupor, le costó no dejarse llevar por la sorpresa y, debía reconocerlo, la alegría. ¡Estaba viva!
Pero debía ser realista, aquello no mejoraba la situación; ni la del resto de hombres que seguían luchando por su vida, ni la suya propia, ni la de Mei. Aunque había escapado de momento de las garras de la muerte estaba malherida, perdía sangre y necesitaba atención médica.
Desde el principio del enfrentamiento había estado fuera de sí, no habría sido capaz de mantener el control y lo sabía; por eso lo había evitado. Intuía que un golpe de suerte como el de Sanqua no se iba a volver a repetir, por eso no se había arriesgado.
Pero ahora era diferente. Se sentía seguro, con fuerzas. Además, si no hacía algo para decantar la balanza a su favor era posible que ninguno de ellos saliese vivo de allí, ninguno; y eso no lo podía permitir.
Tomó la mano de Mei y la posó sobre la herida dejada por la flecha. Sangraba, aunque no tan copiosamente como había temido; aun así no podía permitirse perder más tiempo.
—Presiona con suavidad pero con firmeza —le dijo al oído.
Por instinto Mei abrió levemente los ojos, intentando contestar a las palabras de Tokei. Sin embargo, la interrumpió antes de que hablara.
—No, será mejor que no mires. No te gustaría ver lo que va a ocurrir. Mantén los ojos cerrados y sólo presiona la herida.
Un leve asentimiento de cabeza le dio la respuesta.
Se incorporó, se giró y encaró a los asesinos que aún lo estaban esperando. Sus miradas lo encontraron, pretendiendo ser amenazantes; pero no menos que la suya propia.
—Si queréis seguir con vida huid, todos vosotros; sino preparaos para morir —amenazó en tono tajante.
Se esbozaron algunas sonrisas, se escucharon algunos resoplidos, e incluso alguna carcajada sobresalió por encima del clamor de las armas entrechocando. Pero ninguno dio siquiera un paso atrás.
—Bien, así lo habéis querido —sentenció.
No tenía su espada, la había abandonado en el suelo de la plaza para recoger a Mei; no importaba, no la necesitaba. Se soltó la cinta del hombro derecho y la pieza de armadura que le cubría el brazo se desprendió; sólo hubiese sido un estorbo. Apretó los puños con fuerza, y comenzó a sentirlo.
Primero un fuerte dolor y luego un frío intenso. Notó cómo sus manos se afilaban, se convertían en garras; cómo sus muñecas crujían, se hacían más fuertes; cómo sus brazos se endurecían más que la propia armadura que llevara momentos antes. Incluso sintió cómo desde sus hombros intentaba extenderse al torso y de ahí al resto del cuerpo; pero lo controló.
—Bien —comenzó con voz bronca dirigiéndose a sus enemigos, al tiempo que estos lo miraban con estupor por lo que acababa de ocurrir—, os ha llegado la hora.
Se lanzó adelante con rapidez. En sólo un par de zancadas el primero estuvo al alcance de sus garras; ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta de cómo su pecho estaba abierto en canal y la vida se le escapaba.
Para los demás, ya no era posible la huida.

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