Una ayuda inesperada (III)

La situación era cada vez más insostenible, y Bungar lo sabía. El escudo le resultaba más pesado por momentos, su espada cada vez era desviada o erraba el golpe con mayor facilidad y la oscuridad de la noche cada vez le hacía ver peor. Izzan y Thanos, a su lado, tampoco gozaban de demasiada ventaja en la batalla; más bien al contrario. El uno y el otro luchaban espalda contra espalda, atacando y cubriéndose mutuamente. Pero aun así el número de enemigos era desbordante.
De La Compañía del Dragón, otrora respetada y conocida en las tierras del Imperio, ahora no quedaban apenas más de una docena de hombres capaces de presentar batalla. Y tanto ellos como el resto, malheridos o muertos, entrarían pronto a formar parte del olvido. Bungar era consciente de ello, y también de que no podía hacer nada por evitarlo.
Por si la desventaja fuese poca vio cómo otro grupo de asesinos entraba en la plaza portando antorchas, arcos y ballestas. En unos instantes estuvieron rodeados y supo que el final estaba cerca. A una señal del que parecía dirigirlos los que aún combatían se escabulleron dejándolos a él y a los pocos de sus compañeros que aún resistían en línea directa de tiro.
«Ya está, estamos muertos».
En el otro extremo de la plaza la muerte tenía otro nombre: Tokei. Estaba rodeado y en abrumadora minoría, pero esas eran las únicas desventajas que tenía en su contra; si es que podía llamárselas así. Sus sentidos estaban alerta, era más rápido y más fuerte que sus contrincantes y, además, la escasez de luz no le resultaba ningún impedimento. Mantuvo dentro de sí una risa sádica y perversa que pugnaba por salir.
Mientras dejaba que la furia recorriese su cuerpo se concentró en dar rápida cuenta de sus oponentes. Los dos primeros ni siquiera lo habían visto venir. El tercero intentó darle una estocada, perdió el brazo y la vida antes de conseguirlo. Bloqueó la maza del cuarto justo en el mismo instante que perforaba su tórax. El quinto y el sexto intentaron atacarle a la vez, se coló entre ellos y los abatió sin dificultad. El octavo y último intentó huir, demasiado tarde; saltó sobre él y le atravesó el pecho.
Con las garras aún goteando sangre se giró hacia su siguiente objetivo: el grupo que estaba batallando con los miembros de la compañía. Sin embargo al fijar su atención vio que la situación había cambiado: estaban rodeados, a merced de arcos y virotes, indefensos. Uno de los bandidos se separó del resto y, apuntándole con una ballesta, se dirigió a él.
—¡Esto se ha terminado! O te rindes y arrojas las armas al suelo o tus amigos morirán de inmediato. ¡Sométete ante Ulgor!
«Estúpido, no llevo armas» pensó «claro, no puede verme bien con las sombras de la noche y cree que...» y entonces se percató. Cada uno de ellos se percató. No era de noche, el amanecer había irrumpido en la plaza al tiempo que los asaltantes. Un amanecer despejado y brillante... Aquella oscuridad no era natural.
Desde lo alto de uno de los tejados colindantes un bramido espeluznante atrajo la atención de todos. Entonces un enorme demonio saltó a la plaza, aplastando al desafortunado Ulgor y dejando de él sólo un amasijo de carne sanguinolenta.

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