Una ayuda inesperada (IV)

El demonio se irguió en toda su envergadura. Al hacerlo se percató de que a una de sus zarpas, la que había utilizado como apoyo en el aterrizaje, se había adherido una parte de la armadura de cuero de Ulgor, junto a un trozo irreconocible de su cuerpo. Se formó en su rostro lo que pareció ser una sonrisa macabra y, con una brusca sacudida, los desprendió.
A continuación se giró a ambos lados observando su entorno. A su alcance estaban varios de los asaltantes, que no habían acertado a alejarse a causa de su estupor. Pero no fijó su atención en ellos, sino en el otro extremo de la plaza: en Tokei.
Sin que la oscuridad antinatural que reinaba fuese un impedimento, Tokei pudo observar a aquella criatura en toda su magnitud; y un escalofrío le recorrió la espalda. Era similar a otros demonios que había visto, pero de unas proporciones desmesuradas: una altura que bien podía llegar a casi tres metros, y una envergadura de hombros de al menos uno. Su cuerpo era mucho más robusto que el de sus congéneres, en apariencia incluso estaba cubierto por una especie de coraza. Sus piernas y brazos también parecían estar dotados de una fuerza mucho mayor; estos últimos hasta contaban con unas protuberancias a modo de cuernos desde el antebrazo hasta el hombro.
En el momento en el que sus ojos se cruzaron con los suyos la sangre se le heló. Era distinto a los demás, no cabía duda. Aparte de la diferencia física aquella mirada dejaba entrever mucho más: maldad y, lo que era peor aún, inteligencia. De lo primero no cabía duda dada su entrada en escena; acerca de lo segundo tardó poco en salir de dudas.
—Wrug, así que estás aquí maldito traidor —imprecó de pronto con una voz gutural y una clara mueca de desprecio.
«¿Me... me está hablando a mí?» fue el pensamiento que se formó atropelladamente en su mente.
Saliendo de su asombro se preparó para el ataque inminente. Dudaba poder contener una embestida de aquella mole, ni siquiera tenía claro si aguantaría estoicamente alguno de sus golpes; así que intentó trazar en su mente una estrategia lo más rápido que pudo. Al menos, dada su diferencia de tamaño, esperaba contar con la ventaja de la rapidez. Tenía que lograr mantenerse fuera de su alcance el tiempo suficiente como para herirlo de gravedad; o al menos para que sus amigos huyesen.
Pero los segundos pasaron y no se produjo ningún ataque. No sabía a qué estaba esperando, de hecho no estaba acostumbrado a que esas criaturas mostrasen el más mínimo titubeo a la hora de derramar sangre. Sin duda estaba tramando algo, no era buena idea darle tiempo, así que fue él quien inició la ofensiva.
O al menos lo intentó. De pronto su cuerpo dejó de responderle y comenzó a perder las fuerzas. Notó cómo sus brazos y manos volvían a la normalidad, sintió cómo se esfumaba su vigor y a punto estuvo de caer de rodillas.
Aquello nunca le había pasado con anterioridad. No podía creer que le ocurriese precisamente cuando su vida dependía de ello. Estaba indefenso.

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