Una ayuda inesperada (V)

Mientras todos en la plaza parecían estar expectantes aquella criatura aparecida de la nada se acercó a Tokei. Al llegar a su altura lo agarró con brusquedad por el cuello y lo alzó sin dificultad. Le forzó a girar la cabeza, escudriñándolo con sus negros ojos, gruñendo y empapándolo con la fetidez de su aliento.
Tokei ni siquiera había intentado zafarse, sus fuerzas se habían esfumado en un instante y apenas había podido mantenerse en pie. Además, algo en su interior se retorcía, se debatía dolorosamente. Su visión ya no era capaz de traspasar la oscuridad y se estaba volviendo más borrosa por momentos; se encontraba al borde de la pérdida de consciencia.
Desde el otro extremo de la plazuela los demás eran testigos de excepción de lo que estaba ocurriendo. Un miedo más allá de lo natural había atenazado sus miembros y entumecido sus articulaciones. Sólo uno de ellos consiguió aunar la suficiente fuerza de voluntad como para romper esas ligaduras: Bungar.
No podía consentir aquello, tenía que ayudar a Tokei. Hizo acopio cada gota de la entereza que aún le quedaba, soltó el escudo abollado por los golpes parados durante la batalla, asió la espada con ambas manos y se lanzó a la carrera.
Al llegar, sin siquiera frenar su acometida, golpeó con todo el furor de que disponía. Y su arma se rompió en mil pedazos.
Como si hubiese notado la picadura de un parásito molesto el demonio gruñó. Con una sacudida del brazo arrojó sin miramientos a Tokei sobre los restos semicalcinados de una barricada. Del porrazo los hizo añicos y el impulso todavía fue bastante como para que rodara varios metros sobre el suelo; estaba a todas luces inconsciente. Se volvió con violencia y, encorvándose, lo encaró.
—Patético humano —escupió mientras mostraba una lengua grande y rugosa—. Tienes suerte de que mi amo os quiera con vida, sino ibas a saber lo que es el sufrimiento.
Bungar, aún con el mango de la espada rota en la mano, aguantó estoicamente y sin achantarse; pero con total consternación por las palabras de la criatura.
—No puedo matarte, pero sí hacerte mucho daño —continuó acercando amenazante la cabeza y dando una dentellada al aire—; así que no me estorbes.
Lo apartó de un empujón y comenzó a andar; antes de alejarse se giró y terminó de afirmar.
—Manteneos apartados tú y tus hombres y puede que salgáis de aquí con vida... casi todos...
Volvió la vista de nuevo hacia adelante y, tras enseñar la dentadura en una mueca de aparente júbilo, sentenció:
—El resto, estáis muertos.
De pronto alzó los brazos y bramó al aire.
—¡Vamos hijos míos, divertíos!
En lo alto de los tejados comenzaron a aparecer pares de puntos luminosos, como ojos acechando en la negrura. A medida que se hicieron nítidos pudieron verse unos rostros aún más macabros que el del demonio. Algunos se alzaron y se mostraron al completo: unos cuerpos endebles, casi raquíticos, encorvados y de piel negra, deformes y horripilantes, provistos de grandes manos y garras afiladas. Bungar no fue el único que sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.

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