Una ayuda inesperada (VI)

Como si de una llama en un reguero de pólvora se tratase, la visión golpeó con brutalidad a todos los que estaban en la plaza. Sólo Bungar había sido dueño de sus actos y se había percatado de lo que estaba ocurriendo. El resto habían permanecido inánimes, como figuras de relleno en un teatro de marionetas. Viendo pero sin mirar, oyendo pero sin escuchar; envueltos en un extraño embrujo.
Pero el velo se había roto de pronto y, ante la horrible estampa, el pánico estaba cundiendo con rapidez. Unos empuñaron las armas con decisión, otros apenas eran capaces de asirlas; hasta algunos las arrojaron presa del pavor y empezaron a correr sin control.
Estos últimos no tardaron en comprobar su error. Tres de los asaltantes intentaron escabullirse por uno de los callejones, en apariencia libre de toda amenaza. Entonces de la nada surgieron zarpas y garras, dientes y colmillos; en pocos segundos sólo quedó un amasijo de sangre y vísceras. Y el caos estalló.
Todo sucedió en un instante. Aquellas criaturas saltaban sobre los asesinos, corrían hacia ellos o, simplemente, surgían de la nada. Bungar se apresuró en ir hacia sus hombres y mantenerlos unidos, atentos y vigilantes, pero sin que se moviesen de donde estaban; siendo testigos de aquella carnicería. No es que albergaran ningún sentimiento de piedad por aquellos hombres que habían matado a muchos de sus compañeros y a punto habían estado de acabar con sus vidas; sin embargo el espectáculo era escalofriante.
Sabían que podían ser los siguientes en la lista y que, de ser así, no tendrían ninguna oportunidad de sobrevivir. Aunque aquellos seres parecían débiles y eran presa fácil para espadas y hachas su número aumentaba por momentos, nada los frenaba. Por cada uno que caía aparecían dos, lo que no ocurría con los bandidos.
Pero las palabras dichas a Bungar por el demonio se cumplieron. Aquellas criaturas asaltaron, mordieron y despedazaron a todos y cada uno de aquellos canallas. Sin detenerse ante los gritos, disfrutando con cada alarido. Y luego desaparecieron de la misma forma que habían aparecido.
La bruma negra que cubría la plaza comenzó a disiparse, llevándose con ella los cuerpos de todos los muertos, asaltantes o no; engulléndolos sin remisión. Bungar y los demás vieron cómo sus compañeros caídos desaparecían de igual modo pero se sabían derrotados, hundidos, tanto física como moralmente, ¿qué podían hacer?
Al final la luz del sol comenzaba a vencer a la pertinaz oscuridad que los rodeaba. Sólo quedaba ante ellos el enorme demonio, ahora mucho más visible para todos, y terrorífico. Esbozando una mueca de satisfacción los miró, y dijo casi para sí mismo:
—Patéticos humanos...
—¡Patéticos humanos! —clamó ahora sí en voz alta—, hoy habéis tenido la suerte de que mi amo os quiere con vida; la próxima vez no será así —amenazó—. Sin embargo, antes de marcharme me llevaré algo que me pertenece.
Un brillo rojizo se encendió en sus ojos y de nuevo todos quedaron petrificados durante un momento. El tiempo suficiente para poder observar cómo alrededor de su brazo derecho comenzaba a formarse un halo de oscuridad, cómo se concentraba primero en la zarpa y luego en las puntas afiladas de la misma.
Y cómo el demonio clavaba con violencia la garra en el suelo y, en medio de un sonido ensordecedor, un enorme aguijón negro surgía bajo los pies de Izzan empalándolo de parte a parte.
En ese momento, como si nunca hubiese sido más que una ilusión, se desvaneció en el aire convertido en una cascada de sombra, fundiéndose veloz con el resto de oscuridad que escapaba de la plaza.
Sólo les quedó la pérdida.
Fin del capítulo noveno. Volver al índice >>

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