Recuento de bajas

Y fue justo en aquel momento. Cuando el último resquicio de aquella niebla antinatural se había disipado, cuando ya era tarde para sus compañeros y amigos, cuando los ojos vacíos de Izzan apuntaban hacia el suelo por el que corría su sangre en abundancia. En ese preciso instante irrumpieron los soldados de la ciudad en la plaza. Cuando ya nada podían hacer, cuando sólo una escena sombría los esperaba, cuando ninguno de ellos llegaría a entender qué había pasado o cómo había sucedido. Demasiado tarde.
Los culpaba por ello, por no llegar antes y auxiliar a sus camaradas. Pero no quería hacerlo, no debía; aunque se dejase llevar por su frustración y volcara involuntariamente su ira sobre ellos. Él mismo había instado a la guardia a no molestarlos, él mismo se había encargado de repelerlos tan lejos como para que no pudiesen interferir en su búsqueda. Él y, a pesar de que le causase una enorme aflicción debía reconocerlo, sólo él era el verdadero culpable de lo ocurrido.
Habían pasado horas, no sabía si muchas o pocas, había perdido la noción del tiempo ahogado en la amargura y la autoinculpación. Tampoco le importaba.
Ahora estaba a salvo en el cuartel, con los pocos que habían conseguido sobrevivir; pero no se sentía merecedor de aquella suerte, no cuando muchos de sus hermanos de armas no la habían tenido.
Un guerrero, un líder, ha de saber encajar las derrotas mejor aún que las victorias. Siempre lo había sabido y siempre lo había aceptado así. Pero estaba descubriendo que nunca había estado preparado para ello.
En ese momento Tokei se acercó. Cojeaba un poco y tenía bastantes magulladuras, pero nada de gravedad. Nadie en el cuartel se explicaba cómo podía tenerse en pie tan pronto dado el estado en el que lo habían encontrado, así que prefería evitarlos y hacerle compañía a Bungar. Él no hacía preguntas y, además, lo necesitaba a su lado.
—Toma, tienes que comer algo —le dijo tendiéndole un cuenco de gachas una vez se hubo sentado.
Ante la desidia de su amigo, que ni había hecho ademán de coger el recipiente, volvió a insistir.
—Necesitas comer para recuperar fuerzas. ¿O quizás piensas que esto ha acabado? Yo no voy a descansar hasta hacer pagar a todos los culpables; y espero tenerte a mi lado en ese momento.
Por un instante el brillo de la ira volvió a los ojos de Bungar. Sin decir nada, pero profiriendo un leve gruñido, asió el cuenco y comenzó a comer.
Tokei esperó a que hubiese acabado su ración antes de continuar hablándole.
—Sé que lo haces, sé que te culpas por lo ocurrido; pero no debes hacerlo. Esas cosas son responsabilidad mía y, si hay algún culpable aquí, ese soy yo. Tendría que haberos advertido, debería haberlo evitado.
—No, amigo. Eso vino luego. Y dudo que hubieses podido hacer nada más. Pero si mis hombres estaban allí rodeados y en peligro fue porque yo no supe guiarlos bien. No supe ser un buen líder.
Tokei se quedó pensativo unos instantes. En cierto modo Bungar tenía razón. Aunque esas criaturas no hubiesen aparecido la mayoría de ellos no habría sobrevivido, puede que ninguno; estaban acorralados. Quizás incluso esa había sido su salvación.
—Sea como fuere —dijo al fin—, si todos estábamos allí no era porque te siguiéramos ciegamente, sino porque creíamos, al igual que tú, que era lo más adecuado. Nos han derrotado amigo, pero no a ti, a todos. Y el precio que hemos pagado ha sido muy alto; pero, ¿nos damos por vencido y agachamos la cabeza?, ¿olvidamos a nuestros caídos?
En ese momento Bungar se levantó, como impulsado por un resorte. El discurso de Tokei le había tocado la fibra sensible. Estaba herido, sí, pero no derrotado; antes muerto.
—¡Jamás! —exclamó con furia—. Se acabaron los lamentos y la autocompasión. ¡Es hora de vengar a nuestros amigos!
Tokei se levantó también, esgrimiendo una sonrisa, y le dio una palmada en la espalda.
—Pues vamos, tus compañeros... tus amigos —se corrigió a propósito— te necesitan.
Y ambos, codo con codo, volvieron al interior del cuartel.

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