Recuento de bajas (II)

Su conciencia comenzó a volver poco a poco de entre la espesa neblina en la que había estado atrapada. Progresivamente los recuerdos de la noche pasada junto a la hoguera fueron acudiendo a sus pensamientos, reviviendo la calidez de la llama que la había arropado, o el embriagador aroma de la carne asada para la cena.
Pero a medida que su mente se despejaba otras reminiscencias de lo ocurrido empezaban a golpearla cada vez con más fuerza, con más insistencia. El fuego se apagaba y un frío hiriente le atería el cuerpo, unos estallidos ensordecedores le embotaban los sentidos, y un fuerte dolor en el pecho le devolvía con crueldad a la realidad.
Volvió en sí embargada por una acuciante sensación de agobio, desbordada por los recuerdos que se apiñaban en su cabeza y no le dejaban hilar un pensamiento con claridad, aterrorizada por no saber ni dónde estaba ni qué había sido de sus amigos.
A pesar del dolor se incorporó entre jadeos, intentando percibir el lugar en el que se encontraba más allá de la oscuridad que la rodeaba. Sintió al momento una gota de sudor frío bajando por su sien, a la vez que un grito que no era capaz de encontrar escape se ahogaba en su garganta.
—Tranquila muchacha, estás a salvo —le dijo una voz que notó apagada, distante.
Intentó responder, pero sólo consiguió emitir un susurro ininteligible. Unas manos se posaron sobre sus hombros en ese instante, obligándola a recostarse de nuevo.
—Tranquila muchacha —repitió aquella voz, ahora más cercana—. Todo está bien.
La invadió entonces una inexplicable sensación de calidez que hizo que en cuestión de segundos el frío desapareciera y su mente se viera libre de esa angustia que la había atenazado.
Ya más calmada se percató de que ni siquiera había abierto los ojos, y al hacerlo se descubrió en una habitación que no conocía, bajo la poca luz que arrojaba un pequeño candil que se encontraba junto a la puerta y arropada en un cómodo jergón. Giró el cuello y, junto a la cama en la que estaba, vio una silla en la que volvía a sentarse una figura que no tardó en reconocer.
—¿Crisannia?
—¿Cómo estás muchacha? —preguntó con su inalterable tono de voz.
—Bien, supongo... dolorida, pero bien. ¿Cómo he llegado aquí?¿Y los demás? —volvió a sentir que la intranquilidad se hacía más fuerte.
—Tranquila, todo ha terminado. Estás en el cuartel de la guardia de la ciudad. Al parecer los soldados os encontraron y os trajeron. Has permanecido inconsciente desde entonces, pero un galeno te ha estado cuidando.
—¿Y los demás? —no pudo reprimir de nuevo la misma pregunta, aun a sabiendas de que la respuesta no le iba a gustar.
Crisannia tardó un poco en responder; antes de ello se levantó y se acercó a la puerta, para luego volver a colocarse junto a la cama, de espaldas al candil.
—Me temo que no todos han tenido tanta suerte. La anciana y los niños también están aquí, y parte de los soldados, pero no todos... —adivinando una nueva pregunta en sus ojos aclaró:— Tokei y Bungar están bien.
A pesar de que sabía que no era justo para los mercenarios que no habían sobrevivido, no pudo evitar sentirse aliviada.

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