Recuento de bajas (IV)

Apenas había tenido tiempo de asimilar las últimas palabras cuando vio cómo Crisannia se daba la vuelta y encaraba la puerta de la habitación.
—Te vas —afirmó más que preguntó, con un claro tono de decepción en la voz—, te vas y me vuelves a dejar sola.
—No, no lo estás —respondió sin girarse—. Ahí afuera hay gente que sigue esperando a que despiertes. Lo siento, he de irme.
Dio un par de pasos y, antes de salir, finalizó a modo de despedida.
—Nos veremos pronto, descansa.
Las visitas de Crisannia siempre eran fugaces; desaparecía igual que aparecía y, en la mayoría de los casos, no conseguía más que dejarla llena de dudas. En las demás ocasiones lo había aceptado con resignación, sin decir nada; sin embargo esta vez no iba a ser igual. Las circunstancias la estaban desbordando y no era capaz de contener el torrente de sentimientos que le nacía dentro. Había sobrevivido, sí, pero sabía que muchos de los hombres y mujeres con los que había compartido las últimas semanas no. Aunque no había salido de la habitación no le hacía falta que nadie se lo confirmase, lo había visto con sus propios ojos mientras había sido incapaz de hacer nada.
Sentía cómo el ahogo se hacía dueño de su garganta, cómo sus ojos pugnaban por dejar escapar las lágrimas que se había prometido a sí misma no volver a derramar. E hizo lo único que podía hacer contra toda esa marea que amenazaba con arrastrarla: revelarse.
—Si sales ahora por esa puerta sin más, no vuelvas a aparecer en mi vida.
Crisannia se paró en seco y se giró. Aunque la afirmación parecía haberla cogido por sorpresa, se limitó a observar con su tono neutro de voz:
—No me esperaba eso de ti.
Durante unos instantes Mei la miró fijamente, clavando sus ojos en el vacío oscuro que las sombras creaban en su capucha. El convencimiento con el que había hecho la amenaza se había difuminado en parte, pero ahora que había dado rienda suelta a su frustración no podía evitar que escapara.
—¿Y qué esperabas? —preguntó enojada—. Vas y vienes a tu antojo, haces acto de presencia cuando todo está en calma para desvelarme algo que no sé y luego desapareces. Dices haber conocido a mi madre, pero apenas me cuentas nada de ella salvo historias difusas o extrañas conspiraciones. Hace semanas que no sé nada de ti y ahora apareces sólo unos instantes... ¿qué pretendes de mí?
Crisannia permaneció impasible, como si la diatriba no fuera con ella. Pero al cabo de unos segundos por fin contestó.
—Te estoy protegiendo, hay cosas que aún no debes saber.
—¿Protegiéndome? ¿De qué amenaza irreal? Porque si estoy en esta cama es por algo que sí ha ocurrido. Ahora podría estar muerta, y no hubieras podido hacer nada por evitarlo, como ocurrió con mi madre...
El tono de voz de Mei se había quebrado al pronunciar las últimas palabras, hecho que no pasó desapercibido para Crisannia.
—Entiendo... comprendo que me culpes por ello...
—No Crisannia —la interrumpió—, no entiendes nada. Ya estoy cansada de recuerdos, de culpas, de remordimientos, ¿sabes? Y tú estás cargada de todos ellos... no necesito más.
Por primera vez desde que la conocía Crisannia había acusado sus palabras. Tanto que durante un breve instante le pareció verla encogerse como si éstas hubiesen representado puñales lacerando su piel. Por un momento incluso se sintió arrepentida de haberlas dicho.
—Veo que te he subestimado, que te he tratado como a una niña; lo siento —pronunció por fin con voz afectada—. Incorpórate, es hora de que hablemos en serio.

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