Revelaciones (II)

Por un momento volvía a ser aquella niña que avanzaba con dificultad entre la muchedumbre. El contacto con la gente al empujarlas para abrirse paso hacía que le doliesen manos y codos, magullados por el descenso y la caída del árbol de la finca del señor Drent; las piedras sueltas del suelo de la plaza se clavaban en sus pies descalzos al correr, y sus huellas quedaban marcadas en el firme con un tono carmesí; pero una fuerza superior a ella la impulsaba a mirar hacia abajo, ignorar todo aquello y continuar como si nada más importase.
Hasta que de pronto se daba cuenta de que ya nadie le estorbaba e interrumpía su marcha. Bajo su pie derecho sobresalía un pañuelo con un bordado púrpura manchado de sangre y, al alzar la vista, su interior se hacía añicos y le era arrebatado cruelmente todo lo que había sido importante en su vida.
La escena se dibujó en su mente de forma tan clara que creyó estar viéndola. Aquel espectáculo macabro que tenía por víctima a su propia madre le inundó los sentidos, la absorbió y la hizo partícipe sin que pudiera evitarlo. Durante unos interminables segundos su mirada se mantuvo fija en el centro de la plaza, donde Yamiko colgaba inerte. Haciendo un esfuerzo sobrehumano consiguió apartarla, sólo para percatarse del resto de la escena, de la sangre dispersada por doquier, de las extrañas criaturas esparcidas por el firme.
Y entonces algo se despejó en su mente. Algo que desde aquellos días de su niñez le había obligado a olvidar la verdadera escena, algo que la había protegido haciendo que en el recuerdo de la muerte de su madre no hubiese nada sobrenatural. El muro se derrumbó y fue consciente de que aquellas criaturas existían mucho más allá de sus pesadillas, que ellas habían matado a su madre y que, si nadie lo impedía, la matarían a ella también.
De pronto, cuando aún siquiera había conseguido asimilar la revelación, todo se oscureció a su alrededor y sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies. Comenzó a caer sin nada a lo que asirse; la angustia la atenazaba por dentro y un indescriptible dolor empezó a invadirla. Sentía como si le estuviesen arrebatando la vida, como si le estuviesen desgarrando el alma. Gritaba, pero no oía su propia voz; intentaba moverse, frenar de alguna manera la caída, mas todo era en vano.
Entonces volvió en sí sobre la cama. Temblando, casi con espasmos, intentando recuperar el aire como alguien que ha estado a punto de ahogarse, empapada en sudor. Frente a ella Crisannia había recuperado la verticalidad y se recolocaba la capucha como si se hubiese desprendido de ella momentos antes. En ese momento, al percatarse de que había recuperado la consciencia, se giró y la miró.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con la voz entrecortada, casi tartamudeando—. ¿Qué me has hecho?
Crisannia la miró fijamente y, aunque era imposible porque la sombra de la capucha no lo permitía, por un leve instante le pareció ver el fulgor de sus ojos clavados en ella.
—Lo necesario, ya estás preparada.
Su tono de voz tranquilo no hizo más que desasosegarla aún más.
—¿Qué me has hecho? —insistió.
—Sólo lo que querías, me has mirado directamente a los ojos.

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