Revelaciones (III)

Las últimas palabras de Crisannia la habían dejado paralizada. Sabía que lo ocurrido no había sido producto de su imaginación, era imposible; el miedo atroz, la agonía indescriptible, la sensación de que le arrancaban su ser. Todo ello había sido tan vívido, tan dolorosamente real.
Aún sentía en su cuerpo el eco de todo aquello, el sudor frío empapándole la nuca, el temblor que apenas podía controlar, el agotamiento que la invadía. Como pudo consiguió hacer acopio de fuerzas y se incorporó contra el cabezal de la cama, más en un vano intento de alejarse de su interlocutora que en un gesto por buscar mayor comodidad, y la miró con verdadero terror.
Le costó centrar la vista en la figura que, frente a los pies de la cama, caminaba con parsimonia con las manos a la espalda. Unas manos finas, recordaba haberlas visto de cerca poco antes, pero no percibía en ellas el paso de los años como la vez anterior; al contrario, parecía como si hubiesen recuperado la juventud perdida tiempo atrás.
—¿Sabes? —rompió Crisannia el silencio—, en realidad nos parecemos más de lo que crees. Al igual que la tuya, mi madre también se sacrificó por mí. Durante toda mi vida he tenido que llevar esa pesada carga en mis hombros. Y te puedo asegurar que no ha sido fácil.
Detuvo su caminar y volvió a sentarse en la cama mientras Mei, en el otro extremo de la misma, hacía todo lo posible para apartarse de ella.
—Ni siquiera la conocí —dijo con amargura, ignorando la reacción que había provocado.
Durante unos instantes ambas permanecieron inmóviles. La una cabizbaja, en apariencia absorta en sus pensamientos, la otra atrapada en una situación de la que no sabía cómo escapar. Entonces Crisannia alzó la vista, miró a Mei directamente, y se descubrió.
Mei intentó girar la cabeza, apartar la mirada. Ya no quería saber qué se ocultaba bajo aquella capucha, no quería volver a pasar por lo sufrido minutos atrás. Pero quedó atrapada por aquellos ojos.
Sin saber cómo la invadió una extraña sensación de confort, una tranquilidad que contrastaba con la agitación anterior. El cabello, negro como ala de cuervo, apenas le llegaba a los hombros; los rasgos finos de aquel rostro la transportaron a otra época, a otros recuerdos que no sabía siquiera si eran suyos; pero fueron sus ojos los que robaron toda su atención, haciendo que todo lo demás quedase en el olvido.
Unos ojos completamente blancos, sin pupila o marca alguna, atrayentes y de una profundidad desmesurada. El embrujo la absorbió y quedó a merced de ellos, desnuda, indefensa. Sólo un parpadeo, una fractura en la línea de visión directa, la devolvió a la realidad, le permitió volver a sí misma el tiempo suficiente para conseguir bajar la vista.
—Te acostumbrarás —afirmó Crisannia—, sólo necesitas algo de tiempo. Aunque Yamiko siempre decía que se sentía escudriñada por dentro cada vez que la miraba.
—¿Mi madre? —preguntó dubitativa.
—Sí, tu madre. Hace algún tiempo te dije que no eras una konomi cualquiera. La primera vez ha sido doloroso, desgarrador, lo he sentido al igual que tú; pero has podido mirarme a los ojos. Durante muchos años, sólo Yamiko pudo hacerlo; tenía que saber si tú habías heredado su don.
—¿Su don?
—Sí, ella tenía algo especial, aunque nunca supe qué. Sea lo que sea he comprobado que tú también lo tienes.
—¿Y qué habría pasado si yo no lo hubiese tenido?
Crisannia tardó unos segundos en responder; pero al final lo hizo, enfatizando cada sílaba.
—De no haber sido así, habrías muerto.

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