Revelaciones (IV)

Se encontraba confusa, atolondrada. Tenía la sensación de estar sobre una barcaza destartalada en medio de un mar embravecido, a merced de las olas que la golpeaban por uno y otro costado. No sabía si recriminarle a Crisannia sus últimas palabras, el haber arriesgado su vida con tal ligereza, o preguntarle cómo era posible que lo que le había contado fuese cierto. No tuvo tiempo de aclarar su mente antes de que el silencio se quebrara de nuevo.
—Para el resto, los que tenemos un don somos afortunados, debemos ser mejores que ellos, sobresalir y triunfar donde otros fracasan —comenzó Crisannia—. Pero la realidad es que somos diferentes, debemos hacer sacrificios y casi siempre acabamos solos porque los demás se apartan, porque nos tienen miedo.
—Tú no pediste ser especial, al igual que yo no lo hice —continuó con voz queda tras unos segundos de reflexión—. Ambas estamos marcadas por nuestra sangre, somos herederas de lo que muchos llamarían una virtud; pero en realidad no es más que un castigo.
Su tono había ido bajando hasta convertirse casi en un susurro; aunque eso no impidió que Mei se percatase del lamento que se encontraba detrás de sus palabras. Aquella no era la Crisannia impasible y decidida a la que estaba acostumbrada, por momentos era capaz de notar en ella debilidad, rencor, hastío; y eso la desconcertaba.
—No entiendo nada, ni siquiera sé con quién estoy hablando —aventuró, más para sí que para su interlocutora.
—Te comprendo —respondió Crisannia sin embargo—. No sabes quién soy, ni qué soy. No quería siquiera que vieses mi rostro, supongo que hay preguntas para las que no tengo respuesta y prefería evitar que las planteases. Pero me temo que ya es tarde para eso.
Posó la mano bajo la barbilla de Mei y presionó con suavidad, haciendo que ésta levantase la vista y sus ojos se volvieran a encontrar.
—Resiste —ordenó—. Usa tu voluntad.
Mei, que ya se sentía absorbida de nuevo por aquella mirada, apenas llegó a escuchar las últimas palabras. Aun así todo su ser se negaba a perderse de nuevo en aquel remolino que casi la había arrastrado minutos atrás; luchó, hizo acopio de toda su entereza e intentó cerrar los ojos. No pudo.
—No huyas, enfréntate —las palabras le llegaron en un leve susurro, pero no reconocía en ellas ni el tono ni la cadencia de Crisannia; era su propia voz, como si éstas hubiesen surgido de su interior, de sí misma—. Hazle frente, sólo así podrás vencer; no tengas miedo, sólo así tomarás el mando.
Se agarró al último resquicio de control que le quedaba y respiró hondo, relajándose; no intentó evitar la mirada, sino que se fundió con ella. Entonces su campo de visión empezó a hacerse menos borroso a la vez que su mente se despejaba de nuevo. Comenzó a percibir los rasgos de aquel rostro, sus curvas amables, la línea de los labios y la suave comisura que tantos recuerdos le traía de sus días de infancia. Todo ello decorado en su contorno con aquel pelo negro que, como a ella, se empeñaba en cubrirle la cara con algún mechón rebelde.
El embrujo se rompió por fin y fue plenamente consciente de aquella faz, de aquella sonrisa que tanto había añorado, por la que tanto había llorado en los días aciagos de su niñez.
Sabia que no era ella, que no era la pregunta correcta, pero no pudo evitar que se escapara de sus labios en un leve tartamudeo.
—¿Madre?

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